Profesores y empleados galardonados 2025
Edición 2025
Primer Premio Poesía en español - Profesores y Empleados
Todo lo que aguarda
Autor: Sergio Rodríguez Jiménez
Receptionist, Facilities
TODO LO QUE AGUARDA
Desde los escondites,
desde la curva densa
y audaz del mediodía,
desde las catacumbas
de los objetos quietos
y las cosas que callan,
desde el acantilado
que respira y que extiende
sus ocasos deformes
por todos los sentidos,
desde el motivo oriundo
de algún país sin trozos
ni rescoldos volubles,
sin un dios invisible
o una pátina rota,
desde eso que rodea
las vísperas de un nombre,
la regresión de un libro,
las hélices de un verso,
los insomnios perennes
de una idea y su esquina…
contemplo el aquelarre
rotundo, el erizado
dominio, la escisión
perpetua hacia el compás
de todo lo que aguarda…
Segundo Premio Poesía en español - Profesores y Empleados
Inercia
Autor: Sergio Rodríguez Jiménez
Receptionist, Facilities
INERCIA
Frecuento sitios donde hay mucha gente.
Aplaudo si parece que hay que hacerlo.
Me afano en trabajar y ser sensato.
Y parece que encajo en esa foto
que nos enseñan al nacer. Si. Aunque
de noche me despiertan los latidos
de los que braman, el licor profuso
de los que se equivocan de planeta,
la zozobra interior del que persigue
su propia sangre al fin de la batalla.
Hay que seguir, hay que seguir blandiendo
los balcones prohibidos de este miércoles
que nunca ha parecido ser de nadie,
que siempre ha masticado el son del mundo.
Tercer Premio Poesía en español - Profesores y Empleados
Entre mis costuras
Autor: Miguel Arias
Adjunct Professor, IE Business School
Entre mis costuras
Colecciono cosas diminutas,
la conversación que no escala,
doblada cientos de veces en la solapa.
El abrazo de mis niñas,
adornado de besos antes del sueño,
que no se acaban.
El descuidado roce de tus senos
fundiéndose como chocolate,
en el bolsillo, entre lágrimas,
por un futuro que puede no ser.
El beso desbordado,
que empezó en la comisura de la boca
y reventó como un chupachús con sorpresa.
La esperanza de días mejores
con fe en milagros estadísticos,
tras la estela de héroes mundanos.
El verso que escribí para que no lo leas,
las cosas que no te digo,
entre mis costuras, entrelazadas.
Mi destartalada ristra de tesoros
que me acompañan desde el insomnio.
Un pasado inventado,
convertido en un rosario
manoseado por mis urgencias.
Una herencia que se desvanece,
imperceptible.
Primer Premio Poesía en Inglés - Profesores y Empleados
The Chihuahua in the Corner
Autor: Lili Valentine
Associate Director, Digital Learning
The Chihuahua in the Corner
A spoken word poem
My dad always told me
That his grandmother always told him
Not to pet the chihuahua in the corner.
The chihuahua was small:
A little ball
Curled up, waiting for someone to love her.
Waiting to love herself.
The chihuahua’s eyes craved attention
Like an abandoned child.
“Don’t pet the chihuahua,” the old woman said.
But the chihuahua, sitting alone in the corner,
With its eyes, black orbs of tenderness, called to the girl.
The Venus flytrap captured its prey:
Upon approximation,
The trap asserted domination
And snapped.
The story lives in these words
And in the scar
The girl still bears on her face.
The chihuahua hated everything.
The chihuahua needed to lure with love
In order to hack with hate.
Others, too, bear scars of love and hate on their faces;
Others bear them on their hearts.
My dad always told me
That his grandmother always told him
Not to pet the chihuahua in the corner.
Segundo Premio Poesía en Inglés - Profesores y Empleados
Sisyphus’s Selfie
Autor: Miguel Arias
Adjunct Professor, IE Business School
Sisyphus’s Selfie
I snatched Sisyphus’s sorrows,
condemned to repeat impossible feats,
desperately striving for the same summit.
Frenzied, foreign peaks,
from which I hurl myself
into a hell of irrelevance.
I inherited my father’s addiction to success,
to the pat on the back,
to hacking conversations
cracking the algorithm of false approvals.
I foolishly sought to transform my desires
into tokens of independence,
to build a wall of dignity,
where I could find myself, alone,
frantically dragging the same rock
crushing my bones up the same slope.
I don’t know if you’d be proud of my missteps,
Father,
but you would surely recognize yourself
in this yearning to transcend,
devouring likes from nobodies
at the speed of light.
I am an early write-off,
a pensioner of Prozac, wine and gummy bears,
addicted to a pornography of lies,
drowned by the buried anxiety
of facing each new day
as the exam I never studied for.
Terrified of not having the time,
nor the energy,
to face who I really want to be.
Terrified of not even knowing
who that pitiful man is,
on the other side of this selfie,
no matter how much he smiles
in micro-doses.
Tercer Premio Poesía en Inglés - Profesores y Empleados
Saving Space
Autor: Gema Molero
Project Manager - AM&P, Academic Innovation Scaling
Saving Space
Maybe you’re not ready to hold me.
Maybe I still cast light on a love that once was—
on something that no longer lives.
Perhaps I’m lost inside a story
I’ve mistaken for what it means to love.
But maybe—
I’m not in love with you at all,
just with the memory of you,
with the ache to relive it
over and over in my mind.
It rushes through me,
floods me with longing.
And I see you—
a thousand imagined lives
we’ll never live.
None of it is real.
Only a fog that drifts
inside my head.
A fantasy.
Fueled by need.
But...
A need for what?
What is this thread
pulling me back
when everything says—let go?
Why do I keep clinging
to what’s no longer mine?
Where does all this energy want to go?
This pulse—this love—this care
that I carry daily
without a home?
What’s the reason?
You’re still not ready to hold me.
And reason cannot fight it.
Desire keeps whispering: stay.
You’re not ready to fear me.
Not because you don’t want to—
but because it’s not your time.
You still need to choose yourself.
And so I don’t resent you.
Maybe love—
maybe real care
is not about having,
but about holding
without owning,
offering shelter
without asking for return.
And so,
I must stop
saving space
for you.
Primer premio Relato Corto en Español - Profesores y Empleados
La puerta de la terraza
Autor: Teresa Cantero
Associate Director, School of Architecture & Design
LA PUERTA DE LA TERRAZA
Me daba miedo la oscuridad. Dormía con mi hermano en una habitación contigua al dormitorio de mis padres, al final del pasillo. El aseo estaba junto a la entrada, frente a la cocina. Por las noches, la única luz de esa zona de la casa venía de la puerta de la cocina que daba al patio. Yo evitaba ir al baño después de anochecer, para no tener que pasar por aquellas paredes de gotelé y cuadros de paisajes enmarcados en madera barata, regalos de boda o de alguna vecina. Si atravesaba el pasillo a partir de una hora los cuadros me asustaban y la puerta me parecía entreabierta. Adivinaba sombras tras las cortinas que había colocado mi abuela cuando compramos la casa, un primero desde el que por el día se adivinaban las conversaciones fugaces de los vecinos y por las noches las voces de la calle. Las ventanas apenas quedaban a un par de metros del suelo; lo justo para no necesitar barrotes pero también como para sentir, a mis nueve años, que cualquiera podría colarse por una ventana abierta. O por aquella puerta del patio que no cerraba bien.
Algunas noches, por no ir al baño, me hacía pis encima, y tenía que levantarme para avisar a mi madre y que me cambiara las sábanas. En esos momentos me obligaba a ir al servicio solo, terminar la meada y dejar allí el pijama. Esas noches eran un poco menos terroríficas porque ella estaba en mi cuarto, con la luz de la mesita encendida, cambiando las sábanas. Pero normalmente no le decía nada y dormía sin pantalones, en el lado de la cama que quedaba sin mojar. Mi colchón siempre tenía manchas y los fines de semana lo sacábamos al patio para que oreara.
Mi madre no entendía por qué yo, con nueve años, aún me hacía pis en la cama por las noches. Lo llamaba “los episodios de Antonio”. Mi hermano Carlos se burlaba de mí y requería dejar la ventana abierta para evitar el olor. Yo me negaba. Por aquel entonces vivía en un continuo sufrimiento. La vida me pesaba en el colegio, en el parque y en las clases de mecanografía que mi madre se empeñaba que hiciera una vez a la semana con el tipógrafo del pueblo. Todos los martes, después de comer, me sentaba frente a una Olympia y tecleaba dictados, copiaba textos, a veces incluso inventaba cuentos. Tenía un folio en blanco cada día, y solo podía levantarme y volver a casa cuando estaba escrito por ambas caras, sin tachones ni faltas. La mayoría de mis creaciones tenían fantasmas o muertos. La vida era un recorrido inexorable de penas donde el único sentido lo tenían las fiestas de cumpleaños propias, la noche de Reyes y las verbenas del pueblo. El resto del año se pasaba de puntillas por un flagelo de pruebas, peleas, castigos y encargos. Nada de eso merecía la pena.
Carlos y yo merendábamos en la cocina, con cuidado de que no se cayeran las migas al suelo que si no tendríamos que barrer. Todas las tardes me aseguraba de que la puerta del patio quedara cerrada. Por la noche, después de que mi madre sacudiera el mantel, yo volvía a comprobar que aquella puerta de aluminio, sin llave ni más seguridad que un manillar que solo abría por dentro, con su hoja de cristal que se llenaba de vaho en invierno y por la que se notaba el aire en los días de frío, no quedaba abierta.
Una noche nos habíamos acostado más tarde de lo normal. Aún no había terminado de llegar el otoño y los días se alargaban hasta que aquellos primeros fríos de octubre nos mandaban para casa. Los mayores, sin la prisa que conlleva el no haber despedido aún el verano, se habían quedado charlando en la plaza. Habíamos escuchado, mientras jugábamos, que a la vecina, que había perdido una criatura nada más nacer, le habían entregado un ataúd ya cerrado. No había podido ver a su bebé muerto. Que los de la tienda de ultramarinos habían fingido un embarazo. Que en la capital se decía, y después de misa, en el patio del colegio y de madrugada en la bodega, que de vez en cuando desaparecían bebés en los pueblos. Que las malas lenguas decían que los médicos y los curas tenían algo que ver con ello.
Rondaban las doce cuando nos metimos en la cama. Venía de hacer pis en la calle, detrás de la iglesia, sin que nadie me viera. Me tapé con la colcha. Aún no habíamos puesto el edredón de invierno. Iba a dormir seguido. Hasta que me asustó Carlos.
- He dejado la puerta de la terraza abierta.
- ¿Por qué has hecho eso?
- Para que entren los curas y te lleven con otra familia.
- Sabes que no me gusta que me asustes.
- Miedica.
- Imbécil.
- Por favor, Carlos, cierra la puerta.
- Eres un bebé y vas a ser un bebé robado.
Mi hermano se levantó con desgana, harto de escuchar mis lamentos. Le oí caminar a la cocina y cerrar la puerta. Escuché pasos de nuevo. Cerré los ojos.
A la mañana siguiente la cama de Carlos estaba abierta, pero Carlos no estaba. No se había llevado su ropa, ni sus zapatos, solo el pijama que llevaba puesto. Yo no supe decir cuándo se había ido, solo que se había levantado a cerrar la puerta. Tampoco pude compartir los miedos de que se hubieran llevado a Carlos con otra familia. De que se hubiera convertido en un niño robado. De que mis miedos fueran reales y alguien se lo hubiera llevado. De que la culpa fuera de aquella puerta. O de que fuera mía.
Estuvieron días buscándolo. Recorrieron el pinar que llevaba al río. Peinaron la dehesa. Le esperaban en la calle por las noches, haciendo guardia. La puerta de casa estaba siempre abierta. Revisaban el buzón y me dejaron encargado del teléfono. Dejé de ir a clases de mecanografía, al parque con los amigos, a la verbena. Ya no importaba si faltaba al colegio, podía decir que había estado buscando a mi hermano. Me limité por un tiempo a aquella contemplación de la vida absurda y a vivir del miedo de que a mí me pasara lo mismo. Mi padre quiso que nos fuéramos de la casa, incluso del pueblo, pero mi madre se negó. Quería seguir esperando por si volvía Carlos. Nunca más volví a tener miedo por las noches. Ni a escribir cuentos. Cumplí la mayoría de edad y me alejé en autobús lo más lejos que pude. Me olvidé de la casa y del pueblo, de la iglesia y de aquel colchón con manchas de pis.
Han pasado veintisiete años y cada dos de octubre llamo a mi madre por teléfono. Lo coge al primer tono, siempre al primero. Por si no soy yo. Por si aquel hijo que perdió ya ha vuelto. Por si no se lo llevó nadie, o no se fue solo al bosque y se lo comieron los zorros, ni se hundió en el río, como le dijo la policía que seguramente habría pasado. Por si fue un sueño. Pero el que llama no es Carlos, sino Antonio. Antonio que llama desde Holanda, Antonio desde Suecia, Antonio desde Chile y Antonio desde Rusia. Antonio que siempre está de viaje, que no tiene mucho tiempo de volver a casa, que nunca va al pueblo. Antonio que ya no espera a la muerte tras la puerta de la cocina, sino que recorre países como si viajara por los dos. Antonio que ahora es padre y ve su mirada en los ojos de otro.
Anoche mi hijo se subió a nuestra cama de madrugada. Nacho nunca ha compartido mis miedos de infancia y la vida le ha regalado una luz que yo jamás he tenido. Quise abrazarle y arroparle entre nosotros. Nadie mejor que yo entiende los horrores de la noche, los secretos incomprensibles que guarda. Pero él no quería volver a dormirse. Se revolvía en la cama incómodo, a sus nueve años, la tez pálida. Como escondiendo algo. Adiviné en sus ojos por primera vez el miedo. Le pregunté que qué le pasaba. Se giró para mirarme. “Eres un bebé y vas a ser un bebé robado”.
Segundo premio Relato Corto en Español - Profesores y Empleados
Madrid
Autor: Irene Jiménez Egido
Manager Web Projects, Digital Marketing
Madrid
Abuelo, tú eras gato. Tan gato, decías, que por algo te apellidabas León. Yo no soy gata, pero gracias a ti puedo ver esta ciudad en blanco y negro. Con música jazz de fondo y un señor con boina tocando el acordeón en el centro de una plaza. El organillo también suena, y nadie baila pero todos sonríen, como quien recuerda haber salido a una verbena en una vida pasada. Veo esta ciudad acelerada, completamente loca, caótica y bulliciosa, pero cuando paseábamos entre sus adoquines tú, Abuelo, siempre te parabas a escuchar la calma de quien tiene un hogar presidido por un madroño.
Yo, en su lugar, me paraba a escucharte a ti. Me paraba a escucharte, a mirarte y a olerte. Ese olor a tabaco combinado con un toque de whiskey oculto bajo tres caramelos de regaliz fue a lo que llamé hogar durante muchos años de mi vida. Mi abuela se enfadaba cuando te olía el aliento a una copa de más, yo me callaba y te defendía, porque tú, como Madrid, eras rebelde y un poco pícaro y no se quien podría escapar de enamorarse de algo así. Recuerdo como me guiñabas un ojo cuando soltabas una mentirijilla a la abuela, yo nunca te delataba y me recompensabas pasándome una galleta con chispitas de chocolate por debajo de la mesa en el postre: ¿Cómo no te iba a querer?
Tu me quisiste, de verdad que se que lo hiciste, pero siempre menos que a Madrid, aunque más que a mi abuela. Lo se porque compartías conmigo tu amor incondicional por una ciudad que llamabas cambiante, injusta, selectiva y exigente. Una ciudad que grita todo el mundo querer irse de ella, pero que te envuelve y arropa sujetándote fuerte a cada uno de sus peldaños.
No me olvido de como te parabas en cada grieta y herida que encontrabas en un edificio, analizando si era el paso del tiempo o el recuerdo de una época peor. Yo, mientras, me sentaba en la acera esperando a que terminaras, y aprendí a atarme los cordones un día en el que discutías con un portero el por qué estaban tirando abajo la fachada de un edificio histórico. No sé si tú lo recordarás, pero yo nunca supe ni qué edificio era, ni de qué calle, ni de qué barrio, y necesité varios años para entender por qué te dolía tanto que lo fueran a pintar. Pero de verdad, nadie puede imaginar lo feliz que fui cuando las dos orejitas del lazo de mis cordones quedaron de la misma longitud. Nos fuimos a casa en silencio, bueno tú refunfuñabas, yo solo caminaba a tu lado mirando mis pies y contemplando la gran hazaña conseguida.
Mi primer paseo por la Gran Via fue de tu mano. Tenía 6 años. O mejor dicho, 6 y medio. Porque todos sabemos que a esa edad, un medio es una gran diferencia. Prometiste llevarme a merendar una napolitana y comprarme un paquete de cromos. No me gustaban los cromos, pero sí las napolitanas y no me había portado demasiado bien aquel día, así que no estaba para ponerme exigente. Caminé de tu mano durante horas más allá de esa gran calle llena de teatros con carteles que anunciaban la función de la temporada, esa función que siempre dijimos que iríamos a ver juntos pero nunca llegamos a hacerlo. Terminamos atravesando Opera y llegando al Palacio Real, corrimos por los jardines y jugamos al escondite. Me hablaste de una versión más joven de ti y de ese lugar, de tu vida antes de mi, antes de mi mamá, antes de la abuela. Creciste en las calles de una ciudad que nunca pudo ser tuya, y que dijiste que tampoco sería nunca del todo mía, porque según tú, Madrid es orgullosa, terca e incluso algo mandona y que, como a mí, es lo que le hace especial y distinta a las demás y por eso nos querías. De vuelta a casa me compraste la napolitana más buena de la Puerta del Sol y caminamos disfrutando de la primera noche de primavera de aquel 1998.
Desde aquel día, la primera noche de primavera siempre fue nuestra. Paseamos por el mismo recorrido una y otra vez año tras año y, de vuelta a casa, siempre me compraste una napolitana que iba comiendo mientras te escuchaba contar las historias de siempre, pero que esa noche sonaban como nunca. Me entristece recordar como los últimos años nos costaba cada vez más llegar hasta nuestro paseo, muchas veces lo empezamos enfadados porque no te cedieron el asiento en el metro, porque había cola en la pastelería, porque nos chocábamos con tres grupos de turistas antes de lograr atravesar Santa Ana, porque no se podía bajar por ninguna calle paseando, porque no podíamos sentarnos a tomar el café en nuestra terraza favorita, porque habían tirado la fachada de cuatro edificios más, y también porque la placa de la esquina de Ferraz llevaba meses a punto de caerse sin que a nadie le importara en absoluto. Pero ¡Ay, Abuelo!, cuando llegábamos al Palacio Real y te sentabas en un banco libre, aun escucho como te reías y decías “Maldita sea Madrid, qué lista eres y como me conquistas con una noche así”. Yo, en ese momento, hombro con hombro contigo, pensaba que simplemente, como tú, como yo, como todos nosotros, esta ciudad es perfecta en su imperfección y quizá, por eso, no podiamos salir de ella aunque tantos días nos muriéramos de ganas de hacerlo.
En esta primera noche, arropados por una ciudad iluminada, sabíamos que se anunciaba la llegada de días más largos, con más luz, pero no siempre más bonitos. Una mañana la realidad nos sorprendió descubriendo que, aunque la amáramos profundamente, la perennidad solo le pertenecía a Madrid, y nosotros, como simples mortales, teníamos que aprender a aceptar el tiempo como el tercer compañero en nuestros paseos. Quizá nos había acompañado siempre, pero te prometo Abuelo que le aprendí a odiar tanto como tú odiabas que reconstruyeran una fachada antigua.
El tiempo te borraba los recuerdos como las capas de pintura blanca que tapan el cartel del negocio que una vez tuvo vida allí, y fue entonces cuando empecé a contarte las historias que un día me contaste tú, te llevé por las mismas calles, por las mismas plazas y por las pastelerías que nos vieron pasar. Incluso me peleé con algún portero porque ya tampoco entendía por qué el tiempo y las grietas tenían que ser justificación para borrar las historias que un día ocurrieron en aquel lugar. Y así, te redescubrí la ciudad que tú me enseñaste y pude ver como una, y otra y otra vez más te enamorabas de un Madrid que veías siempre por primera vez.
Lo primero que olvidé fue tu voz y la forma tan rara que tenías de entonar mi nombre. Hoy, sentada en un banco, disfrutando de una noche primaveral con la mejor napolitana en las manos, sonrió porque las calles de nuestro Madrid huelen un poco más a regaliz, a tabaco y, cuando levanta viento, puedo notar ese toque de whiskey oculto bajo su asfalto.
Ya no te lloro Abuelo, pero a veces te maullo, aunque en realidad más que gato, tu siempre fuiste León.
Tercer premio Relato Corto en Español - Profesores y Empleados
La séptima
Author: Teresa Cantero
Associate Director, School of Architecture & Design
LA SÉPTIMA
En cierta ocasión mi abuela me recomendó meterme en un abrigo. Parecía estar perdiendo la cabeza. “Si algún día pasa algo, no te metas debajo de la cama. Ahí es donde buscan primero. Métete dentro de un abrigo, de pie, en el armario. Y espérame dentro”. Llegué a abrir aquel mueble para comprobar que efectivamente cabía de pie en esa prenda que rozaba el suelo, y que podría esconderme si el peligro imaginario llegaba. Lo que no veía es cómo mi abuela podría rescatarme. Apenas se movía de la cama.
Mi abuela siempre había sido una persona extraña. Se refería a su casa como un ser vivo por el que transitaba la vida; a veces pensábamos que hablaba con los muertos. Rozaba las paredes de yeso blancas con las yemas de los dedos mientras recorría los cuatro pasillos angostos que rodeaban el patio central de la vivienda en una suerte de pasillo infinito. Odiaba las alfombras, decía que no le dejaban sentir las pisadas de sus hermanos. Su habitación, en la esquina noroeste de la casa, no tenía ventanas al exterior: solo un ventanuco que daba a aquel claustro donde yo jugaba de pequeña. Sola, siempre sola. Era hija y nieta única. “Con Amalia termina todo”, oía murmurar a mi madre ignorando mi presencia. “Con Amalia termina esta casa”. Y yo no quería que terminara nada porque, aunque no sabía aún si quería o no tener hijos, aquella casa a mí también me contaba historias como la que yo hoy cuento.
A ese edificio de piedra acudíamos a visitar a mi abuela. Y allí ella nos decía que la casa nos cuidaba. El edificio llevaba décadas susurrándole sus secretos, y ahora que parecía perder la cordura ganaba temores que no había tenido antes. De repente la casa no solo nos protegía, sino que nos necesitaba: había que resguardarla de los otros, de aquellos que venían para llevársela. Pero la abuela no aclaraba quién vendría ni si también había que protegerla a ella. En esa casa habían vivido sus padres, y los padres de sus padres. Incluso estando vacía, la casa estaba llena de todos los que allí habían muerto o los que habían vuelto después de morir: sus abuelos, sus padres, sus seis hermanos; su marido, mi abuelo, unos años antes. Para ella, la casa estaba viva porque no existía nada más vivo que la propia transición hacia la muerte. Pero no era así para el resto.
Mi madre odiaba aquel edificio que había visto nacer a mi padre. “Esta casa está encantada, las paredes suenan”, comentaba alguna vez distraída, mientras me pedía que me quedara con ella en la misma estancia, que saliéramos al patio, el único sitio que toleraba. Nunca le dije que por las noches yo escuchaba pasitos corriendo de un lado para otro, como jugando. Que una voz infantil llamaba mi nombre de manera insistente: “Amalia, Amalia”. Que la casa, en el fondo, a mí también me pedía que me quedara con ella, aunque no sabía dónde. Y que sentía que a mí también me cuidaba, tan llena de muerte con aquellos recovecos y una corriente de aire que no cesaba, aunque se cerraran las ventanas. “Es porque el pasillo rodea la casa”, explicaba mi padre. “Son todos tus muertos”, sentenciaba mi madre.
En una ocasión había ido unos días antes de avanzadilla a la casa, y esperaba con mi abuela a que llegaran mis padres. Una de aquellas tardes la pasé en el patio, quitando las hojas muertas de los crisantemos que decoraban la zona más cercana a la ventana de mi abuela. Me pareció oír mi nombre y me acerqué a su habitación. La luz a última hora de la tarde tenía que esforzarse por entrar en aquel habitáculo. Me senté en el borde de su cama. Mi abuela olía a cansancio y a humedad, a vieja y a velas; olía a paz, pero también a preocupación. Olía a muerte, aunque yo aún no sabía identificar ese olor.
- Vendrán a buscarte en mitad de la noche, Amalia.
- ¿Quién va a venir, abuela?
- No has de tener miedo. La casa te protege.
- ¿Protegerme de qué? ¿Qué estás diciendo?
- Recuerda no mirar debajo de la cama. Escóndete en el armario y espera a que yo llegue. Tú serás la séptima.
Cerró los ojos, dando por zanjada la conversación. Quizá mamá tenía razón y la abuela ya no estaba en sus cabales. Salí de su cuarto para volver a mis plantas. Pronto llegarían mis padres. Ese día la abuela no quiso volver a levantarse. Yo cené pronto y me recosté a leer en la cama.
Me desperté con los ruidos. Me había quedado dormida encima de la colcha. Tenía frío. Tardé unos segundos en escuchar con claridad la misma voz infantil que otras veces había dicho mi nombre. Esta vez me alertaba. “Ya vienen”. Escuché pasos fuera de la casa. Alguien forcejeaba con la cerradura. Corrí al armario. Abrí la puerta. El abrigo. Me metí dentro y cerré como pude, siguiendo las instrucciones de mi abuela. Me quedé quieta, muy quieta.
Escuché de lejos cómo se abría la puerta. Unos pasos recorrieron la casa. “Está sola”. Los oí revolver entre cajones, varios golpes, somieres que se desplazaban -¿me estarían buscando debajo de la cama?-, la voz de mi abuela gritando “¡Ya es tarde, está a salvo!” Quise desembarazarme del abrigo e ir a ayudarla, pero no podía. La pelliza me oprimía y no me soltaba. Solo oía voces, pero no podía moverme. Los oí acercarse. Los pasos pararon. Noté cómo abrían la puerta del armario y la corriente de aire que recorría aquel pasillo infinito me rozaba el pelo a través del cuello del abrigo. Estaban a punto de descubrirme. Contuve la respiración, pero tropecé con aquella prenda tan larga y me resbalé hacia atrás, al fondo del armario.
Solo que no había fondo.
Unos brazos muy fríos me ayudaron a levantarme del suelo. Abrí los ojos sin entender nada. A mi lado, seis niños en blanco y negro me sonreían. Sus miradas se parecían a la mía, a la de mi padre, a la de mi abuela. “Yo soy Ricardo”. “Yo soy Antonio”. “Yo soy Carmen”. “Yo soy Amalia, como tú”. “Yo soy César”. “Yo soy Ángela”.
Eran los hermanos de la abuela. Felices en una regresión eterna a un cuerpo infantil que no era el suyo cuando murieron. Esperando a una hermana que mandaba a su nieta para que la protegieran. Los seis me miraban con la inmensa alegría de los cinco o seis años que representaban. Antonio, Carmen, Ricardo, Ángela, César, la Amalia de la cual yo heredaba su nombre… Todos habían regresado para cuidar su hogar, y yo estaba allí para ayudarles. Reconocí en el roce de sus manos la corriente de aire que nunca abandonaba la casa. Formaban parte de sus paredes y de sus recuerdos al igual que yo ahora también formaba parte de aquellas piedras que susurraban a mi madre que tenía razón. Que la casa estaba encantada. Que dentro vivían los fantasmas de la familia de mi padre. Que en sus paredes habitaban los muertos, que las piedras hablaban y decían nombres, que había que cuidarla y defenderla desde dentro. Los seis me rodearon mientras mis brazos perdían su color y mi piel se tornaba gris, mientras yo también volvía a un cuerpo más pequeño, más de niña, como ellos. Aún tenían que contarme de quiénes había que protegerla, pero eso sería otro día. Amalia habló sonriendo. “Ya ha llegado la séptima”.
Primer premio Ensayo Corto en Español - Profesores y Empleados
La amistad en tiempos difíciles: una mirada a la cooperación internacional
Autor: Borja Santos
Vice Dean, School of Politics, Economics and Global Affairs
La amistad en tiempos difíciles: una mirada a la cooperación internacional
Imagina que un amigo cercano atraviesa una dificultad y necesita tu ayuda. ¿Qué preguntas te harías antes de tenderle la mano? Lo más probable es que tus valores entren en juego: la solidaridad, la generosidad o la empatía te impulsarían a ofrecerle apoyo sin pensarlo demasiado. En otras ocasiones, quizás te detengas a reflexionar sobre los vínculos que os unen: ¿se trata de una amistad forjada en la infancia?, ¿hay lazos familiares?, ¿tenéis una historia compartida?
También es posible que adoptes una lógica más transaccional: decides ayudarle porque lo hizo por ti en el pasado, o porque intuyes que podría hacerlo en el futuro. A veces, incluso, la decisión nace de una sensación de culpa: sabes que esa persona ha tenido menos oportunidades o ha enfrentado circunstancias mucho más adversas que tú.
Y en otros casos, tal vez te asalte el juicio: ¿acaso no es responsable en parte de su situación?, ¿no fue su estilo de vida, sus decisiones, las que le condujeron allí? En ese momento, la ayuda se vuelve condicional. El impulso solidario se mezcla con el análisis racional y moral, y la decisión final puede estar cargada de matices.
Vivimos en un mundo donde muchos pueblos necesitan ayuda, como si fueran amigos enfrentando situaciones límite. En lugares como la República Democrática del Congo, Ucrania o Gaza, la población sufre las consecuencias de conflictos prolongados, con desplazamientos forzosos, crisis humanitarias y una violencia que no cesa. En Somalia y Yemen, la inseguridad alimentaria alcanza niveles extremos, poniendo en riesgo la vida de millones. En países como Níger o Chad, el avance imparable del desierto amenaza los medios de subsistencia de comunidades enteras. Pakistán y Mozambique han vivido desastres naturales devastadores —inundaciones, ciclones— que han arrasado hogares e infraestructuras. Mientras tanto, en Siria o Venezuela, millones han tenido que abandonar sus países en busca de seguridad, futuro y dignidad.
Así como decidimos ayudar a un amigo en apuros movidos por la empatía, la historia compartida o un sentido de justicia, la cooperación internacional nace del mismo impulso, pero a escala colectiva. Es un acto consciente de unir esfuerzos, recursos y voluntades para aliviar el sufrimiento humano, promover un desarrollo más sostenible y construir un mundo más justo. Es, en esencia, una forma de solidaridad institucionalizada que trasciende fronteras, intereses inmediatos o vínculos personales.
Cooperar implica reconocer que el bienestar de los demás —aunque estén lejos, aunque no los conozcamos— está íntimamente ligado al nuestro, y que los desafíos globales —conflictos, desastres naturales, pobreza o migraciones forzadas— exigen respuestas compartidas, coordinadas y sostenidas en el tiempo. En ese sentido, es una forma madura de responsabilidad global. El Comité de Ayuda al Desarrollo (CAD) de la OCDE define la cooperación como El apoyo financiero o técnico proporcionado por países u organismos donantes a países en desarrollo con el objetivo principal de fomentar el desarrollo económico y el bienestar.
Sin embargo, en este mismo contexto, asistimos a una preocupante tendencia hacia el nacionalismo, donde muchos gobiernos y sociedades se centran exclusivamente en lo que ocurre dentro de sus propias fronteras. Esta mirada cerrada ha llevado a una reducción de los fondos destinados a la cooperación internacional, al descrédito de su utilidad y, en muchos casos, a la sustitución de políticas solidarias por estrategias centradas en la seguridad y el control. Se olvida así el impacto positivo que la cooperación ha tenido durante décadas en la mejora de vidas, la prevención de conflictos y la promoción del desarrollo. Es como si, en lugar de ayudar al amigo en apuros, decidiéramos encerrarnos en casa por miedo, olvidando que el bienestar compartido es la base de cualquier convivencia duradera.
Cada mañana, los titulares nos enfrentan a una realidad inquietante: una nueva ofensiva militar en Ucrania, el aumento de aranceles, crisis humanitarias desatendidas, migraciones forzadas. Cada mañana, los titulares nos recuerdan que el mundo parece avanzar hacia la desconfianza. ¿Qué fue de aquellos compromisos internacionales que, tras las guerras mundiales, aspiraban a construir un orden basado en la paz, la cooperación y la no repetición de los errores del pasado? Hoy, cuando más necesitamos esa memoria colectiva, parece que la estamos olvidando. Ayudarnos está en crisis. La cooperación al desarrollo ha perdido visibilidad, y con ella, parte de su legitimidad. Por eso es urgente volver al origen: comprender qué es la cooperación, de dónde viene, qué ha logrado y, sobre todo, por qué sigue siendo indispensable. No es solo una herramienta técnica o un capítulo más en la política exterior: es un principio estructurante del desarrollo humano, una expresión organizada de nuestra capacidad de cuidar, de construir juntos, y de no dar la espalda al otro, aunque esté lejos.
De rutas antiguas a pactos globales: el largo viaje de la cooperación
La cooperación ha sido una característica fundamental de las sociedades humanas desde sus orígenes. Lejos de ser un fenómeno moderno, ha funcionado históricamente como un mecanismo esencial para la supervivencia y el progreso colectivo. Esta lógica se refleja como el recién difunto Joseph. S. Nye definía como la hipótesis de la interdependencia, según la cual los seres humanos —y por extensión los Estados— dependen unos de otros para prosperar. En una colaboración mutualista, si uno de los miembros enfrenta dificultades, a los demás les conviene ayudarle, porque el bienestar colectivo depende del buen funcionamiento de cada parte. Este impulso cooperativo ha sido clave para el éxito evolutivo de nuestra especie y sigue siendo hoy una pieza central en la construcción de sistemas sociales, políticos y económicos más sostenibles.
Desde una perspectiva evolutiva, esta idea también ha sido respaldada por el matemático y biólogo Martin Nowak, quien considera que la capacidad de cooperar es el aspecto más distintivo del éxito humano. En su teoría de la cooperación natural, sostiene que este impulso colaborativo constituye el tercer principio fundamental de la evolución, junto con la mutación y la selección natural. En un mundo competitivo, la cooperación no solo es posible, sino esencial para nuestra supervivencia y desarrollo como especie.
En las comunidades tribales, las alianzas entre clanes y tribus fueron esenciales para la supervivencia, ya que facilitaban el intercambio de bienes, conocimientos y prácticas culturales. Estas primeras formas de cooperación sentaron las bases de estructuras sociales más complejas y del surgimiento de sistemas económicos primitivos. Un ejemplo emblemático de esta cooperación a gran escala es la Ruta de la Seda, una vasta red comercial que, durante siglos, conectó Asia con Europa. Más allá del intercambio de productos como la seda o las especias, esta red permitió el flujo de ideas, tecnologías y religiones, fomentando el entendimiento mutuo entre civilizaciones diversas y demostrando que la cooperación no solo servía para sobrevivir, sino también para prosperar cultural y económicamente.
A lo largo de los siglos, diversas tradiciones religiosas y filosóficas han promovido la cooperación y la armonía como valores fundamentales para la vida en comunidad. En el cristianismo, enseñanzas como amar al prójimo como a uno mismo subrayan la importancia del apoyo mutuo y la solidaridad como deberes espirituales. En el budismo, la compasión hacia todos los seres vivos constituye un principio central que fomenta la empatía y la cooperación desinteresada. Por su parte, el islam también otorga un papel destacado a la ayuda mutua: conceptos como la ummah —la comunidad de creyentes— y el zakat —la obligación de dar parte de la riqueza a quienes lo necesitan— reflejan una profunda dimensión colectiva y solidaria de la fe. Estas enseñanzas, en conjunto, expresan una forma de prosocialidad religiosa, donde cooperar no solo es deseable, sino una responsabilidad moral que ha influido en la organización de comunidades cohesionadas y orientadas al bien común.
La cooperación humanitaria adquirió una forma institucional con Henry Dunant, quien, tras presenciar los horrores de la batalla de Solferino en 1859, decidió actuar por cuenta propia para asistir a los soldados heridos, sin distinción de bando. Su iniciativa marcó el inicio del movimiento de la Cruz Roja, sentando las bases del humanitarismo moderno. A partir de su experiencia, se consolidaron una serie de principios fundamentales que siguen guiando la acción humanitaria hasta hoy: la solidaridad, la neutralidad, la independencia y la imparcialidad. Con Dunant, la cooperación en contextos de guerra dejó de ser una excepción espontánea para convertirse en un compromiso ético organizado, con reconocimiento internacional. Este impulso daría lugar también a las Convenciones de Ginebra, que establecieron el marco jurídico internacional para la protección de las víctimas en los conflictos armados, y consolidaron la cooperación humanitaria como una obligación compartida de los Estados y de la comunidad internacional.
Tras la devastación provocada por la Segunda Guerra Mundial, la necesidad urgente de reconstrucción dio lugar a la implementación del Plan Marshall en 1948. Oficialmente conocido como Programa de Recuperación Europea (ERP, por sus siglas en inglés), esta iniciativa liderada por Estados Unidos proporcionó asistencia económica masiva a los países europeos afectados por el conflicto. Uno de los factores clave de su éxito fue el espíritu de cooperación que lo caracterizó: los países beneficiarios no solo recibieron ayuda, sino que colaboraron activamente entre ellos y con EE. UU. para diseñar y ejecutar planes conjuntos orientados a la libertad económica y la prosperidad compartida. Más allá de revitalizar las economías europeas, el Plan Marshall sentó las bases de una cooperación internacional más estructurada y estratégica, promoviendo la estabilidad política, la integración regional y el multilateralismo que marcaría la segunda mitad del siglo XX.
La ética de la cooperación internacional se apoya también en un plano filosófico y normativo universal, fundamentado en valores como la solidaridad, la justicia y la equidad. En el mundo contemporáneo, estos principios se plasmaron de forma emblemática en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por las Naciones Unidas en 1948. La Declaración sostiene que todas las personas nacen con derechos inalienables, sin distinción de raza, nacionalidad o condición, y afirma que la comunidad internacional tiene la responsabilidad colectiva de promover y proteger esos derechos. El artículo 1 lo expresa claramente: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, y dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.” Así, la cooperación internacional responde también a un compromiso ético compartido con la dignidad humana y la justicia global.
Durante la Guerra Fría, la cooperación internacional adquirió formas estratégicas de lo que Joseph Nye denominaría más tarde poder blando. En este contexto, las grandes potencias —especialmente Estados Unidos y la Unión Soviética— compitieron por ampliar su influencia global mediante alianzas políticas, intercambios culturales, asistencia técnica y ayuda al desarrollo. Aunque estas iniciativas se presentaban como gestos de cooperación, en muchos casos respondían a intereses ideológicos y geopolíticos, buscando ganar aliados sin recurrir directamente al conflicto armado. Así, la cooperación se convirtió también en un instrumento de persuasión y posicionamiento internacional, más que en una expresión desinteresada de solidaridad.
Pero la cooperación internacional no se basa únicamente en intereses estratégicos o económicos; también descansa sobre fundamentos éticos que apelan a la responsabilidad y la solidaridad entre naciones. Esta dimensión moral se hace especialmente evidente al analizar el legado del colonialismo y la noción de una deuda histórica o deuda moral que vincula a las antiguas potencias coloniales con los países que una vez fueron dominados.
Durante siglos, las potencias coloniales explotaron recursos y poblaciones en sus colonias, acumulando riquezas que impulsaron su propio desarrollo, al tiempo que dejaban tras de sí economías dependientes, instituciones débiles y profundas desigualdades estructurales. Este legado ha contribuido a configurar la actual brecha económica global, afectando no solo el comercio y las relaciones políticas, sino también el intercambio cultural y la autonomía de los países históricamente oprimidos. Ante esta realidad, ha emergido un creciente reconocimiento de una responsabilidad ética por parte de los antiguos colonizadores, que ha dado lugar a formas de cooperación concebidas como reparaciones históricas. Estas no se limitan a compensaciones económicas, sino que incluyen medidas como el alivio de la deuda externa, la mejora del acceso a mercados internacionales, y el apoyo técnico e institucional para fomentar un desarrollo más justo y sostenible.
Más allá de la transferencia de recursos, estas iniciativas buscan transformar estructuras heredadas del colonialismo, muchas de las cuales siguen siendo obstáculos para el crecimiento y la autodeterminación. Así, la cooperación postcolonial pretende no solo corregir desequilibrios del pasado, sino reconocer la agencia y el derecho de las naciones afectadas a definir su propio modelo de desarrollo, desde una lógica de justicia global y respeto mutuo.
A pesar de los diferentes fundamentos, la cooperación internacional ha sido objeto de muchas críticas. Autoras como Dambisa Moyo, en Dead Aid, sostenía que la ayuda externa ha favorecido la corrupción, el clientelismo político y la dependencia estructural, especialmente en varios países africanos. Según esta visión, los flujos constantes de ayuda debilitan las instituciones locales y frenan la iniciativa privada. Además, desde una perspectiva poscolonial, algunos cuestionan el propio concepto de desarrollo, al considerarlo una construcción occidental impuesta, que reproduce relaciones de poder asimétricas y limita la autodeterminación de las sociedades receptoras. Estas críticas invitan a repensar la cooperación como un proceso más horizontal, basado en el respeto mutuo y la autonomía. En las últimas décadas, ha cobrado fuerza un movimiento por descolonizar la cooperación, que reclama que las decisiones sobre el desarrollo y la ayuda sean tomadas desde y por las propias comunidades receptoras, reconociendo su conocimiento, agencia y derecho a definir sus prioridades.
Tras la caída del Muro de Berlín en 1989 y el fin de la Guerra Fría, surgió una nueva etapa de cooperación multilateral, marcada por la esperanza de construir un orden internacional más coordinado y orientado al desarrollo sostenible. En este nuevo contexto, la comunidad internacional comenzó a prestar mayor atención no solo a la cantidad de ayuda, sino sobre todo a su eficacia. Este cambio de enfoque culminó en la Declaración de París sobre la Eficacia de la Ayuda, adoptada en 2005, que se convirtió en un hito en la reforma de la cooperación internacional. El acuerdo estableció cinco principios clave: apropiación (los países receptores lideran sus propios procesos de desarrollo), alineación (los donantes se ajustan a las prioridades nacionales), armonización (mejor coordinación entre donantes), gestión orientada a resultados, y responsabilidad mutua. La Declaración de París no solo proponía mejorar la eficiencia técnica de la ayuda, sino también transformar las relaciones de poder entre donantes y receptores, fomentando una cooperación más equilibrada y centrada en el impacto real.
Paralelamente, en el año 2000, las Naciones Unidas adoptaron los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), un conjunto de ocho metas orientadas a abordar algunos de los desafíos globales más urgentes, como la pobreza extrema, el acceso a la educación, la igualdad de género y la salud maternoinfantil. Estos objetivos reflejaron un consenso internacional emergente sobre las prioridades del desarrollo humano y ayudaron a movilizar recursos y atención política a escala global. Sin embargo, el enfoque de los ODM fue objeto de críticas: se percibió como demasiado vertical y dirigido desde el Norte Global, con prioridades definidas por un grupo reducido de actores, sin una participación plena de los países en desarrollo ni un enfoque verdaderamente universal.
En 2015, los ODM fueron reemplazados por los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), que ampliaron el marco anterior para incluir no solo dimensiones sociales, sino también económicas y ambientales, articuladas en 17 objetivos y 169 metas. A diferencia de su antecesor, el nuevo marco se diseñó con una lógica más inclusiva y participativa, con el propósito de ser aplicable a todos los países —del Norte y del Sur— y no solo a los más pobres. Los ODS representan así una visión compartida de desarrollo sostenible, donde todos los actores —gobiernos, sociedad civil, empresas y ciudadanos— tienen responsabilidades y oportunidades para contribuir al bienestar común y a la sostenibilidad del planeta.
En línea con el espíritu más inclusivo y horizontal de los ODS, la Comisión Europea también ha reformulado su visión de la cooperación internacional. Si bien tradicionalmente su enfoque partía de una lógica de ayuda al desarrollo, centrada en la transferencia de recursos del Norte al Sur, en los últimos años ha evolucionado hacia una lógica de “partnerships” o asociaciones estratégicas. Este cambio ha implicado reconocer que los desafíos globales —como el cambio climático, la gobernanza digital, la migración o la seguridad alimentaria— exigen respuestas compartidas y corresponsabilidad entre actores diversos. La cooperación europea se entiende ahora menos como asistencia y más como colaboración entre iguales, basada en intereses comunes, diálogo político, inversión sostenible y fortalecimiento institucional. Iniciativas como el Global Gateway ilustran esta transformación, al priorizar la creación de alianzas a largo plazo con países de África, América Latina o Asia, promoviendo inversiones con impacto local, transferencia tecnológica y respeto por los valores democráticos.
La evolución de la cooperación internacional, desde sus raíces en alianzas tribales y rutas comerciales antiguas hasta la formulación de pactos multilaterales como los Objetivos de Desarrollo Sostenible, refleja un esfuerzo persistente de las naciones por enfrentar de forma conjunta los grandes desafíos del mundo. A lo largo del tiempo, este proceso ha adoptado múltiples formas y motivaciones, muchas de ellas de carácter político o económico. Sin embargo, más allá de esos intereses, resulta crucial reconocer la dimensión ética y moral que subyace en la cooperación: la convicción de que los problemas globales solo pueden resolverse si actuamos desde la solidaridad, la corresponsabilidad y el respeto mutuo.
La actualidad: Una cooperación en crisis
Pero vivimos unos años difíciles para la amistad. A pesar todo el viaje recorrido y los avances logrados, la cooperación se enfrenta a una crisis sin precedentes, marcada por recortes en la ayuda exterior, un resurgimiento del aislamiento nacionalista y una creciente desconfianza en las instituciones multilaterales.
En los últimos años, la cooperación internacional al desarrollo ha comenzado a enfrentar una fase de reconfiguración profunda. Aunque en 2023 la Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) alcanzó su máximo histórico —más de 213.000 millones de dólares—, varios países donantes tradicionales han anunciado recortes significativos. Estados Unidos, Alemania, Francia, Bélgica, Países Bajos, Reino Unido y Suiza han anticipado reducciones sustanciales en sus presupuestos de cooperación, lo que podría traducirse en una caída global del 33 % en 2025. Este giro responde, en parte, al descenso de costes internos asociados a la atención a refugiados, pero también a un creciente cuestionamiento político del valor estratégico y ético de la ayuda internacional.
Esta contracción no solo compromete la financiación de programas clave en áreas como salud, educación o cambio climático, sino que también debilita la credibilidad y la capacidad de liderazgo internacional de los países donantes, dejando un vacío que podría ser ocupado por actores con agendas menos transparentes o con prioridades geopolíticas ajenas al desarrollo humano sostenible.
Este contexto evidencia una transformación del sistema tradicional de cooperación, marcado por la creciente fragmentación del multilateralismo y el auge de nuevos actores. Países como Turquía, Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos o China están ampliando su influencia a través de esquemas propios de cooperación Sur-Sur, con lógicas distintas a las de los donantes clásicos. Frente al retraimiento de algunos actores occidentales, estos nuevos partícipes están contribuyendo a reconfigurar el equilibrio global en materia de desarrollo, generando un escenario más plural, pero también más complejo y competitivo. Este cambio obliga a repensar la cooperación no solo en términos de volumen de ayuda, sino de legitimidad, eficacia y equidad en la toma de decisiones.
A la reducción de la Ayuda Oficial al Desarrollo se suma un clima político internacional cada vez más adverso, marcado por el auge del nacionalismo, el proteccionismo y el repliegue de los compromisos globales. En Europa, la crisis de refugiados de 2015 y las secuelas sociales de la pandemia han reforzado los discursos antiinmigración y el escepticismo hacia el multilateralismo y la cooperación. Países como Italia, Austria y Alemania han experimentado un ascenso significativo de fuerzas de extrema derecha, que promueven políticas más cerradas, tanto en materia migratoria como en cooperación internacional.
En Estados Unidos, el retorno de la administración Trump y su política de America First han acentuado la tendencia al aislamiento en política exterior, debilitando el liderazgo global del país y socavando su compromiso con las instituciones multilaterales. Su cooperación ha disminuido incluso a nivel universitario y educativo, prohibiendo o haciendo muy difícil la entrada de estudiantes extranjeros. Esta estrategia ha supuesto la retirada de tratados internacionales, una menor implicación financiera en organismos globales y una pérdida de credibilidad como actor cooperante.
Paralelamente, el descrédito de organismos multilaterales como las Naciones Unidas, la Organización Mundial del Comercio o el Banco Mundial ha erosionado la confianza en el sistema internacional de cooperación. Las críticas —centradas en su supuesta ineficiencia, falta de representatividad o sesgo a favor de las potencias occidentales— han alimentado una postura escéptica, especialmente en el Sur Global. Desde esta perspectiva, el orden internacional actual reproduce desigualdades estructurales que benefician a un número limitado de países y obstaculizan un desarrollo más equitativo.
En el plano financiero, la Inversión Extranjera Directa (IED) —clave para el desarrollo económico sostenible— ha mostrado signos de debilitamiento. Factores como la incertidumbre económica global, los altos niveles de endeudamiento en países en desarrollo y el impacto de las guerras comerciales han provocado una contracción en los flujos de capital hacia las regiones más vulnerables. Además, la creciente rivalidad geopolítica entre China y Estados Unidos ha politizado la cooperación técnica y financiera, dificultando la construcción de consensos y acuerdos efectivos en foros multilaterales.
En conjunto, el panorama actual de la cooperación internacional refleja un retroceso preocupante en su alcance, efectividad y legitimidad. Lejos de tratarse de una coyuntura pasajera, esta crisis es de carácter estructural: evidencia una creciente desconexión entre los discursos globales de solidaridad y la práctica de una política internacional dominada por el repliegue nacional y la defensa de intereses particulares. Los amigos solo se preocupan de lo que pasa en su propia casa. La retórica de la cooperación, aunque persiste en foros internacionales, pierde fuerza frente a una realidad marcada por la desconfianza, la competencia estratégica y la falta de voluntad política sostenida.
La fragmentación del sistema, el debilitamiento de los mecanismos multilaterales y la contracción de la ayuda internacional plantean una interrogante clave: ¿puede la cooperación sobrevivir en un mundo cada vez más dividido? Esta pregunta nos invita no solo a diagnosticar los desafíos, sino también a identificar las oportunidades para una transformación profunda. Revitalizar la cooperación pasa por repensar sus fundamentos, promover una arquitectura más equitativa, representativa y horizontal, y asumir una responsabilidad compartida que reconozca la interdependencia como un hecho —y no como una opción— en un mundo globalizado.
Reiniciar la cooperación: Sevilla como punto de inflexión global
En este contexto de incertidumbre y desconfianza, los temas tratados en la Cuarta Conferencia Internacional sobre la Financiación para el Desarrollo (FfD4) que se celebrará en Sevilla en 2025, pueden ser cruciales para replantear el rumbo de la cooperación global y su confianza. Son una posibilidad concreta de reformular los principios, las estructuras, y los compromisos que rigen el sistema internacional de desarrollo. Estas son algunos de los ejes temáticas en la agenda.
Los recursos públicos nacionales son fundamentales. Urge fortalecer los sistemas fiscales para movilizar ingresos internos sostenibles. Actualmente, se estima que los países en desarrollo pierden más de 400.000 millones de dólares al año por flujos financieros ilícitos, evasión fiscal y economía informal. La cooperación internacional puede ayudar con mejores regulaciones y el fortalecimiento de los bancos públicos de desarrollo para cerrar esta brecha y avanzar hacia sistemas tributarios más justos. Es como cuando un grupo de amigos decide contribuir entre todos para que uno pueda levantarse: no es solo un gesto de apoyo, es una forma de fortalecer el vínculo y asegurar que todos avancen.
Las empresas y las finanzas son también clave. La inversión privada y las remesas representan más del 40 % del financiamiento externo en muchos países de renta baja y media. Sin embargo, barreras comerciales, el descenso de la inversión extranjera directa y la fragmentación de las cadenas de valor limitan su impacto. La cooperación puede crear entornos financieros más estables, accesibles y reducir los costos de las remesas, cuyos costos o comisiones promedian más del 6 % del monto enviado (por encima del objetivo del 3%). Como un amigo que facilita una oportunidad laboral o cubre un gasto urgente, estas acciones generan un impacto directo en quienes más lo necesitan.
La Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) sigue siendo el rostro más conocido de la cooperación, pero permanece por debajo del compromiso del 0,7 % del PIB en la mayoría de los países donantes. Ha surgido el enfoque TOSSD (Apoyo Oficial Total al Desarrollo Sostenible), más flexible e inclusivo, que reconoce también el papel de la cooperación Sur-Sur, los bancos multilaterales y donantes fuera de la OCDE. Como en una red de amistades donde no solo el más fuerte tiene algo que ofrecer, este nuevo enfoque reconoce que todos pueden aportar desde su realidad y capacidades.
El comercio internacional es un motor esencial del desarrollo, pero muchos países menos desarrollados siguen excluidos de las cadenas globales de valor. Es urgente reformar la Organización Mundial del Comercio (OMC) para hacerla más inclusiva, con normas más simples y equitativas. Por ejemplo, menos del 1 % de las exportaciones globales provienen de los países menos desarrollados, en parte por barreras técnicas y estándares exigentes. Es como si, en una comunidad de amigos, algunos impusieran condiciones imposibles para sentarse a la mesa. Si realmente creemos en una cooperación justa, el comercio debe funcionar como un mecanismo de inclusión, no de exclusión.
La deuda y su sostenibilidad son cuestiones clave para el desarrollo global. El sobreendeudamiento se ha vuelto un obstáculo crítico para muchos países del Sur, con más de 60 economías en desarrollo en riesgo de crisis de deuda, según datos recientes del FMI. Es urgente reformar los marcos globales de deuda para permitir reestructuraciones más rápidas, justas y coordinadas, así como diseñar herramientas que alivien la carga de los más vulnerables. Entre amigos, no dejaríamos que uno se hunda bajo una deuda imposible sin renegociar o ayudarle a levantarse. La comunidad internacional debería actuar con la misma lógica de empatía y responsabilidad compartida.
La arquitectura financiera internacional continúa dominada por las economías avanzadas, que concentran más del 60 % del poder de voto, por ejemplo, en el Fondo Monetario Internacional, dejando a muchas economías emergentes y en desarrollo sin una representación proporcional. En toda amistad, cada voz cuenta. Si solo unos pocos deciden por todos, el vínculo se debilita. Así ocurre también en la cooperación internacional.
La ciencia, la tecnología, la innovación y el desarrollo de capacidades deben ser pilares de una cooperación transformadora. Las brechas siguen siendo amplias: por ejemplo, más del 95 % de la inversión global en I+D se concentra en países de ingresos altos y medios-altos. Para cerrarlas, es esencial promover la transferencia tecnológica y garantizar el acceso justo a herramientas digitales. Compartir el conocimiento, como hacen los buenos amigos, es clave para que todos puedan construir su propio camino hacia un desarrollo sostenible.
Estas son las prioridades que hoy marcan la agenda de la Cuarta Conferencia Internacional sobre Financiación para el Desarrollo, y, con ello, los caminos posibles para revitalizar la cooperación internacional al desarrollo. Si los compromisos acordados se traducen en acciones concretas, podríamos estar ante el inicio de una nueva etapa de cooperación más equitativa, inclusiva y resiliente. Sin embargo, todo ese avance dependerá de la voluntad política, de un liderazgo compartido, y como no, de una ciudadanía global comprometida, consciente del papel crucial que desempeña la cooperación.
Un llamado urgente para reimaginar la cooperación
La ciudadanía debe ser consciente del recorrido histórico y ético de la cooperación, que no nació únicamente por razones estratégicas o económicas, sino también como un motor de nuestra supervivencia colectiva, una herramienta de progreso compartido y una respuesta moral frente a las injusticias y desequilibrios del pasado.
A veces, cuando ayudamos a un amigo, nos queda la duda de si podríamos haber hecho más. Esa inquietud, lejos de ser un fracaso, es una señal de que nos importa, de que estamos conectados. Lo mismo ocurre con la cooperación internacional: no siempre es perfecta, ni suficiente, pero nace de ese impulso profundamente humano de no dejar solo al otro.
En un mundo marcado por la desconfianza, el conflicto y la desigualdad, necesitamos más que nunca esa voluntad de estar ahí, de construir juntos. Reimaginar la cooperación es, en el fondo, recuperar la conciencia de que el futuro —como la amistad— no se sostiene en la indiferencia, sino en el compromiso mutuo, en la capacidad de cuidar y de ser cuidado. Esa es la base sobre la que aún podemos construir un desarrollo más justo, duradero y verdaderamente humano.
Segundo premio Ensayo Corto en Español - Profesores y Empleados
Elementos para romper con el discurso: la Teoría Crítica
Autor: Ernesto Chévere Hernández
Adjunct Professor, School of Humanities
Elementos para romper con el discurso hegemónico: la Teoría Crítica
Existen discursos que buscan homogeneizar las diferencias a nivel interno de los Estados. Esto es, la búsqueda de totalizaciones parciales que permitan que los elementos equivalenciales adoptados por las clases dominantes, desde sus particularidades, se transfieran a la totalidad de la población. Esto no solo suprime las diferencias a nivel interno de los Estados e intenta invisibilizar en cierta manera a las clases dominadas, sino que además acrecienta los elementos diferenciales con otros pueblos, etnias, razas, o grupos fuera de los propios.
Existe una importante quiebra entre las clases dominantes y las subalternas dentro del sistema capitalista y neoliberal que reviste las relaciones políticas y comerciales del mundo. Sin embargo, la función de encubrimiento y homogeneización que ejecutan las clases dominantes a nivel discursivo, y que permea prácticamente la totalidad de nuestras relaciones sociales, ha sido considerablemente asertiva en su ejecución.
La consecuencia de la extrapolación de los estándares de las clases dominantes a las dominadas hace ver que estas últimas son subalternas porque están inadaptadas o simplemente escogen serlo, es decir, es su propia culpa. Así, cualquier cosa que no se parezca a los estándares establecidos por los grupos dominantes se percibe como disfuncional y tiene que ser cambiado, modificado o "normalizado". Esta estrategia suele justificar, dentro de la retórica del orden capitalista y neoliberal imperante, la represión contra quienes se enfrenten al sistema establecido y, en ocasiones, el desprecio por parte de otros grupos sociales similares, además de que puede potenciar enfrentamientos entre las mismas clases dominadas, a quienes se les inculca a través de varios medios (educación, medios de comunicación, propaganda, etcétera) que sus equivalencias se articulan con las clases dominantes. Esta estrategia también se interpone en que dichas clases subalternas se entiendan como homólogas entre sí a nivel local y global. En otras palabras, se ejecuta el llamado "divide y vencerás". Esta es una de las tareas más efectivas que han utilizado las clases dominantes para mantener su hegemonía y evitar cualquier tipo de subversión por parte de las sociedades que domina. Como parte de esta estrategia, estas clases dominantes utilizan el discurso y la manipulación del derecho como herramienta. Dice Gramsci (Sacristán, 2013):
Si cada Estado tiende a crear y mantener cierto tipo de civilización y ciudadano (y, por tanto, de convivencia y de ilaciones individuales), y tiende a provocar la desaparición de ciertas costumbres y actitudes y a difundir otras, entonces el derecho será el instrumento de esa finalidad (junto con las escuelas y otras instituciones y actividades) y tendrá que ser elaborado para que sea conforme a ese fin [...]. (p.357)
Desde este punto de vista, se legitiman las acciones del Estado contra quienes atenten contra sus principios, y discursivamente no castiga, sino que lucha en contra de los elementos que entiende son de peligrosidad en las sociedades.
Esta hegemonía discursiva ha creado subjetividades que han contribuido en la catalogación de sentido común a elementos igualmente subjetivos y que han pasado a entenderse como normas universales incuestionables. Por ejemplo, las presunciones de lo que significa el trabajo y sus significantes, al igual que el uso paradójico de nociones como "emprendedor" o "flexiguridad", y la significación que le otorgan los grupos dominantes, trabajan sobre la psiquis del trabajador. En estos casos, más que apelar a su autonomía, libertad o independencia, los trabajadores son manipulados de manera subconsciente a moverse en favor de su propia subordinación, sujeción y competencia (Serrano, 2016, p. 111). Los discursos que se desprenden de las construcciones de las clases dominantes inciden directamente en la conducta de los trabajadores para convertirles en agentes que compiten entre sí antes que cooperar. Este espíritu de competitividad, que es uno de los pilares del capitalismo –en la práctica y en el discurso–, pasa a entenderse como un elemento normal y orgánico sin cuestionamiento alguno, arraigándose incluso en nuestros elementos idiosincráticos, como si biológicamente estuviéramos diseñados para competir entre nosotros.
Economicismo
El neoliberalismo como base ideológica parte de los aspectos básicos de la visión política del economicismo, donde se utiliza la perspectiva analítica de la economía y la administración de empresas como enfoque prevalente de las relaciones sociales.
La sociedad actual se caracteriza, entre otras cosas, por la creciente extensión y aplicación de criterios y principios propios de la economía y la administración de empresas (competencia, competitividad, productividad, eficiencia, eficacia, capitalización rentabilidad, gestión de riesgo) a esferas de la vida social e individual que, en principio, no tendrían nada que ver con ellos. (Marsi, 2007, p.175)
Así, nos hallamos ante una visión neoliberal marcadamente economicista, donde prácticamente se fusionan ambos conceptos (neoliberalismo y economicismo). Esta sinergia constituye un fenómeno ideológico que, al transmitir su ideología a esferas más allá de sus propios entornos, transforma en gran medida los referentes sociales.
El neoliberalismo –en sinergia con el economicismo– no solo incide en los aspectos económicos y políticos de las relaciones internacionales, sino que además tiene la capacidad de transmutar a elementos no económicos ni políticos, como lo son los procesos cognitivos del propio individuo y la sociedad en general. Desde 1987, Thatcher había señalado en una entrevista que le hiciera la revista "Woman's Own" que “la sociedad no existe. Lo que existen son hombres y mujeres individuales y sus familias” (Marqués, 2016, p. 93). Esta cita es una suerte de preludio a la transformación social del mundo post Guerra Fría. Así, se constituyó discursivamente un Nuevo Orden Mundial (NOM) pos Guerra Fría con el capitalismo y con un neoliberalismo de corte economicista como enfoques principales de las relaciones sociales.
Al trasladarse esta visión ideológica del NOM a espacios donde los individuos de una sociedad son susceptibles, se contribuye a cuestiones un tanto más complejas, como lo puede ser la crisis de su identidad y a la pérdida de sus referentes idiosincráticos tradicionales, al adoptar una visión economicista de lo que son –o deben ser– sus relaciones sociales. Esto además tiene la capacidad de transformarles en entes vulnerables a los discursos que se generen desde esferas fuera de su alcance al haber perdido sus referentes sociales. En otras palabras, así como en el aspecto económico de la administración de empresas se miden las acciones tomadas en un contexto de costo-beneficio en favor de la empresa, de la misma manera el individuo pasa a verse a sí mismo como una suerte de empresa que desea obtener beneficios para sí mismo. El individuo pasa a descartar el componente colectivo que se desprende del formar parte de una sociedad y se aparta de la concepción de que es un ente significativo para esta, adoptando la concepción individualista de que sus acciones son –o deben ser– solo importantes para sí mismo.
El concepto de la "sociedad de consumo", pieza integral del economicismo, “refunda en las relaciones interhumanas a imagen y semejanza de relaciones que se establecen entre consumidores y objetos de consumo” (Marsi, 2007, p. 175). Esto ha pasado a ser una característica intrínseca de nuestra cotidianidad social. Marsi continúa haciendo referencia a la transformación del homo sociologicus a un homo economicus:
Los sociólogos italianos Chiara Giaccardi y Mauro Magatti afirman que el homo sociológicus de la modernidad, sujeto a las obligaciones que le imponían las instituciones
de la sociedad nacional, es decir, un conjunto de fuerzas que estaban fuera de su control, ha sido sustituido por el homo economicus, que actúa "racionalmente" en la base de un análisis de los costos y beneficios que conlleva cada una de sus acciones. (Marsi, 2007, p. 177)
En este mismo sentido, Touraine (1993) sostuvo que la crisis del homo sociologicus ocurre porque el individuo pasa a definirse cada vez menos por los papeles sociales y más por intereses propios y su posición en el mercado. Por supuesto que el individuo debe velar por sus propios intereses, pero debe saberse también parte de una sociedad, y debe cuidar que sus acciones individuales no sean detrimentales para terceros.
De esta manera, se va perdiendo poco a poco el sentido colectivo de comunidad y se materializa el sentido individualista característico del neoliberalismo que se viene describiendo. La fórmula del homo economicus, en armonía con la publicidad y los medios de comunicación, se refleja muy bien en la frase de Bernays como se citó en Ariès (2010) “La gente no tiene necesidad de lo que desea y no desea lo que necesita” (p. 74).
Por su parte, Gramsci (1917) señalaba la perspectiva del economicismo como un obstáculo en su artículo "La revolución contra el capital" –amparado por supuesto en las realidades materiales de su momento histórico y con conceptos distintos, pero adaptables a nuestro objeto de estudio–, arguyendo que el factor más importante para analizar a las sociedades, lo que las mueve y sus cambios históricos, no son solo los hechos económicos sino cómo la sociedad manifieste "una voluntad social colectiva" (Larrauri & Sánchez, 2018). Lo contrario sería afirmar que es la estructura económica de un país en exclusiva la que determina la existencia de fuerzas sociales estables o revolucionarias, y que la fluctuación política es siempre una expresión inmediata de la base económica (Larrauri & Sánchez, 2018). Aunque es posible afirmar que existen elementos económicos subyacentes al realizar todo tipo de análisis, partir de que solo la economía es determinante resulta insuficiente para el análisis al descartar otros componentes para el estudio –por ejemplo, la psicología, la antropología o la sociología– que inciden en los individuos y las sociedades.
No obstante, el economicismo, como visión política que se fusiona al enfoque neoliberal que abraza el NOM, se ha mantenido como norte y ha conseguido convertirse en el eje principal de la construcción del mundo actual y que se entiende como norma global.
Teoría Crítica
Las construcciones discursivas del NOM han calado de manera profunda en nuestras conciencias y se han convertido en normas de comportamiento generalizadas. Ahora bien, existen también elementos que contribuyen a nuevas subjetividades de los individuos. Si bien es cierto que uno de los mayores éxitos del movimiento neoconservador durante estos últimos cuarenta años aproximadamente ha sido lograr imponer una narrativa única que reduce la relación entre ciudadano y Estado a un contrato, desplazando a un lugar secundario la ética de la inclusión social, la pertenencia, la solidaridad y el igualitarismo de las sociedades (Morán, 2016, pp.177-178), también es cierto, continúa María Luz Morán, que existen indicios para sostener que, en torno a la crisis, se han ido cristalizado los cuestionamientos de aquellas viejas certidumbres cuadriculadas, enmarcadas por el NOM y su utilización de las estructuras de la Modernidad, sobre los fundamentos más básicos de nuestra vida común.
Esta ruptura con "viejas certidumbres" se puede caracterizar, por ejemplo, con el concepto abordado por la Escuela de Frankfurt: la Teoría Crítica. La Escuela de Frankfurt fue un proyecto académico que nació en la ciudad alemana que le otorga el nombre en 1923, inspirado por el interés de estudiar el marxismo luego de la Primera Guerra Mundial. En la misma colaboraron personalidades tales como Erich Fromm, Theodor W. Adorno, Max Horkheimer, Jurgen Habermas, Walter Benjamin o Herbert Marcuse.
La Teoría Crítica buscaba en su momento desvincularse de la razón técnica que se solapa al mundo de manera acrítica, y construir con ese nuevo razonamiento lo que denominaban: la conciencia revolucionaria. Según R.J. Bernstein (1988):
La Teoría Critica se había distinguido de la teoría social ‘tradicional’ en virtud de su habilidad para especificar aquellas potencialidades reales de una situación histórica concreta que pudieran fomentar los procesos de la emancipación humana y superar el dominio y la represión. (p. 23)
De esta manera, con la Teoría crítica se plantea un rompimiento con la necesidad de ser parte del sistema y adaptarse sin más. Esta característica, extrapolada a nuestro presente, se presenta como un sólido revés a la normalización de la racionalidad –social, política y económica– del NOM. Por un lado, está la concepción de que "quien no se adapta es golpeado con una impotencia económica que se prolonga en la impotencia espiritual del solitario. Excluido de la industria, es fácil convencerlo de su insuficiencia” (Adorno, Horkheimer, 1998, p. 178.). Por el otro lado, está la necesidad de demostrar que esta particularidad puede ser transformada.
La conciencia revolucionaria que promueve la Escuela de Frankfurt se nos presenta en un mundo donde la conciencia colectiva ha estado secuestrada por el sistema global de turno. Existen grupos que históricamente han resistido, pero son minorías sin la suficiente fuerza para revertir el sistema que les subordina. Estos quedan entonces como inadaptados, y son en ocasiones brutalmente reprimidos por las fuerzas del Estado.
En el proyecto emancipador de la Escuela de Frankfurt para cambiar la conciencia del individuo se encuentran dos vertientes entre su primera generación, donde figuran Adorno, Horkheimer, Marcuse y Benjamin, y su segunda generación mejor caracterizada por Habermas.
La primera generación establece en el debate crítico el concepto de la Dialéctica de la Ilustración y la racionalidad instrumental, donde la adaptación del individuo se vuelve el eje central de su pensamiento, reduciendo la llamada "integración social" a un ejercicio de expansión totalitaria del orden establecido. Esto es, "una pseudo-racionalización, cuyo coste anímico resulta incalculable y que se traduce en ese intento de adaptarse u homogeneizarse, al que el individuo se ve constantemente forzado" (Muñoz, 1984, p. 127). En este caso, la decisión del individuo a formar parte del sistema y adaptarse se da de manera más mecanicista y menos crítica. Es la dialéctica entre el pertenecer y el no pertenecer. Horkheimer (1969) establecía que este rasgo técnico de adaptación era característico de la sociedad contemporánea y un obstáculo para el pensamiento crítico radical.
Por su parte, Habermas y la segunda generación reconducen el análisis hacia la búsqueda del cómo se diseñan las condiciones que dan paso a las posibilidades normativas de un modelo crítico de la sociedad contemporánea (González, 2002). Según González (2002), Habermas identifica un proceso de diferenciación en la racionalidad moderna, donde convergen los ámbitos cognitivos, morales y expresivos de la racionalización cultural. Este establece una línea divisoria entre elementos morales y legales universales, y aquellos formales y burocráticos. En este sentido, Habermas rompe con el lineamiento de Weber que establece un patrón de "autodestrucción" en el proceso dialéctico para intentar salvar así algunos valores de la Modernidad, como lo son el respeto a la individualidad por encima de la asimilación o los relacionados a la igualdad en términos generales. Con la ampliación de la conceptualización previa de la Teoría Crítica de la primera generación –Horkheimer y Adorno– de la Escuela de Frankfurt, Habermas presenta una distinción entre razón sistémica y racionalidad de la acción (Habermas, 1992), dejando de lado el concepto de la razón instrumental propuesto por Horkheimer y Adorno.
Por medio de dicha separación, el autor puede considerar como una cuestión de orden secundario el proceso, denunciado por Weber y la antigua Teoría Critica, de instrumentalización y cosificación de la conciencia social. Al mismo tiempo puede reabsorber esta disfuncionalidad creciente como una consecuencia indivisible de la propia lógica de la modernización, interpretándola como ocasión propicia para que la racionalidad esencial de la Modernidad, pueda históricamente desplegar sus propias facultades de resistencia a la objetivización. (González, 2002, p. 293)
Según Habermas, no se debe reducir el análisis solo a las posibilidades de decisión, sino que hay que llevarlo a un nivel superior y entender cómo se construyen dichas posibilidades. De esta manera, se puede hablar que esta teoría presenta un "hipotético progreso en el aprendizaje moral de la especie que confiere un carácter idealizado al devenir histórico, a la vez que al sujeto homogéneo de rasgos universalistas en cuanto a la conformación de su espíritu" (González, 2002, p. 294). Con esta concepción se pueden emitir juicios más acertados de los individuos y sus posibilidades de decidir ser o no parte de algún sistema y eleva además la posibilidad de establecer una conciencia revolucionaria al armar a los sujetos con un mayor conocimiento de sus contextos particulares y como estos les condicionan.
Con la dotación de ese tipo de conciencia revolucionaria, se potencia la salida e incluso erradicación de la asimilación por manipulación inconsciente del individuo por parte de las estrategias del NOM y se potencian las reivindicaciones de demandas de los grupos subalternos ante quienes ostentan el poder y el dominio de los discursos de sujeción más tradicionales.
Conclusión
La primera y segunda generación de la Escuela de Frankfurt, a pesar de tener marcadas diferencias, tiene un elemento en común: la defensa de una Teoría Crítica frente a la apodada Teoría Tradicional y su "fuerte oposición a la especulación filosófico-sociológica, no vinculada a problemas reales y concretos, al empirismo positivista y a la creencia en la importancia fundamental de los métodos cuantitativos" (Durán, 2018, p. 89). La característica fundamental que les convierte en pensadores frankfurtianos es su estilo de pensar amparado en el marxismo, que se expresa en una incomodidad común frente a las realidades particulares que les ha tocado vivir (Cortina, 1986, p. 35; 2007, p. 50; Colom, 1992, p. 178-179).
La Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt parte de la concepción de que los grupos dominantes construyen sus contextos y los despliegan a sus subalternos. Conscientes de esta realidad, la perspectiva frankfurtiana tiene la posibilidad –en tanto que, traído al debate político contemporáneo, sus teorías se vinculan más a las nuevas subjetividades de los grupos subalternos dentro del capitalismo neoliberal– de revertir esta particularidad a través del desarrollo de esa conciencia revolucionaria. Esta nueva conciencia pudiera consolidar aún más la identidad colectiva de los grupos subalternos, y además podría conducir a despertar muchas de esas mentes que dormitan en una asimilación inconsciente al sistema que domina la política global de turno.
Bibliografía:
Adorno, T.; Horkheimer M. (1998): Dialéctica de la Ilustración. Madrid: Trotta.
Ariès, P. (2010). Décroissance et gratuité. Moins de biens, plus de liens. Villeurbanne: Golias.
Bernstein, R.J. (1988). Habermas y la modernidad. Madrid: Ed. Cátedra.
Colom, Francisco (1992). Las caras del Leviatán. Una lectura política de la Teoría Crítica. Barcelona: Anthropos.
Cortina, A. (2007). Jürgen Habermas: Luces y sombras de una política deliberativa. Revista de Ciencias Sociales, n° 52 Homenaje a Jürgen Habermas. Facultad de Derecho y Ciencias Sociales. Universidad de Valparaíso, 49-73.
Durán, M. (2018). Sociedad y derecho: La influencia de la Escuela de Frankfurt y su Teoría Crítica en los orígenes del pensamiento de Habermas. Universum. 33 (1), 84-116.
González, J.A. (2002). Teoría crítica de la Escuela de Frankfurt como proyecto histórico de racionalidad revolucionaria. Revista de Filosofía. 27 (2) 287-303.
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Habermas, J. (1992). Teoría de la acción comunicativa. 2 vols. Madrid: Ed. Taurus.
Horkheimer, M. (1969) Crítica de la razón instrumental. Buenos Aires: Ed. Sur.
Larrauri, M., & Sánchez, D. (2018). Contra el elitismo. Gramsci: manual de uso. Barcelona: Editorial Planeta, S.A.
Sacristán, M. (2013). Antología: Antonio Gramsci. Madrid: Ediciones Akal.
Serrano, A. (2016). Colonización política de los imaginarios del trabajo: la invención paradójica del emprendedor, en L. Paramio, J. Iranzo, A. De Miguel, I. Marqués y otros: A. Serrano, L. Alonso, . . . I. Sádaba, Sociólogos contra el economicismo ( pp. 110-128). Madrid: Los Libros de la Catarata.
Marqués, I. (2016). El mercado con ataduras. En L. Paramio, J. Iranzo, A. De Miguel, I. Marqués, A. Serrano, L. Alonso, . . . I. Sádaba, Sociólogos contra el economicismo (págs. 93-109). Madrid: Los Libros de la Catarata.
Marsi, L. (2007). El pensamiento "economicista", base ideológica del modelo neoliberal. HAOL. (14), 175-190.
Morán, M. (2016). De ciudadanos a clientes: Los obstáculos para una nueva crisis narrativa sobre la ciudadanía en el contexto de la crisis. En E. Gil, Sociólogos contra el economicismo (págs. 156-181). Madrid: Los Libros de la Catarata.
Muñoz, J. (1984). Lecturas de filosofía contemporánea. Barcelona: Ariel.
Touraine, A. (1993). Crítica de la modernidad. Madrid: Ediciones Temas de Hoy.
Primer premio Ensayo Corto en Inglés - Profesores y Empleados
Reservoirs
Autor: Niels Bekkema
Adjunct Professor, School of Humanities
RESERVOIRS
by Niels Bekkema
Jul 10, 2025
1
Thirty beds in the former library was probably a mistake, but the influx has spiked and we’re all out of space.
The men shout in frustration as they circle us. What are they saying?
My colleague Jacqueline is usually confident and calm, but now her pupils dart left and right.
I’m nervous too. We’re surrounded. Both exits are blocked. Jacqueline reaches for the walkie talkie strapped to her belt. I shake my head – just barely, I hope imperceptibly.
She nods.
Call for security, and what should be a simple check-in with the men on hunger strike might escalate into something worse. Best slow down. Open a dialogue. One step at a time.
“Mutarjim!” Jacqueline shouts – translator in Arabic – and it’s impressive how loud and authoritative a voice can emerge from somebody as small and stocky as her.
The men discuss among themselves now. Some take out their phones, I assume to figure out who has enough credit left.
Then Jamal, block C’s spokesperson, steps forward with his phone on speaker. It rings twice, three times before a Flemish voice answers.
Everyone starts speaking at once. Jamal shushes. He speaks into the phone for a while, then hands it to me.
“Yeah, hi. I’m Qasim,” the voice says. “They’re asking when they’ll get their interview.”
“We don’t know,” I answer. “Immigration sends us an e-mail each morning with a list of people who have to show up that afternoon. We’re not in charge of their planning.”
Qasim translates. The men shake their heads; some chuckle in frustration.
Then Jamal starts speaking again. I can’t understand him, but I know what’s coming. I’ve had this conversation a hundred times. Immigration needs to grant asylum before you can request family reunification.
Immigration budgets keep shrinking, and interviews are delayed endlessly.
Those delays produce camps like this one.
The residents believe we’re stalling their process on purpose, but we’re only responsible for housing. Bed, Bread, Bath, as the politicians call it.
The residents ask: So, what will you do?
Our answer: It’s not up to us.
More and more, I wonder: when does delegation of responsibility become an act of deterrence?
“Okay,” says Qasim. “They want to know what you will do. How will you make sure they’re interviewed quickly?”
Jacqueline and I make eye contact. We’re frustrated too with immigration’s opacity. We both know that our answer will likely lead to the escalation we fear. Then again, lying is worse. So we repeat the truth, delegate.
“He’s pleading now,” says Qasim. “They need to tell their story so they can bring their families.”
“It’s a terrible situation,” Jacqueline says. “But we’re only responsible for housing and food. Immigration is an organization separate from us.”
Qasim translates. Two men open the door and step outside. Oaks stir in the lifting wind like ferns in an aquarium pump’s current. It’s not enough to blow away the smell of sleep, old clothes, and the clogged toilet in the back. Add to that the endless waiting for an interview and you begin to understand the desperation.
Jamal’s eyes burn.
“The gentleman is repeating himself now,” Qasim says. “They don’t believe that there’s nothing you can do.”
Jacqueline thanks Qasim for helping. The room grows louder. The mood shifts. Then Jacqueline begins to shout.
She shouts that everybody must calm down, right now. There’s nothing we can do for them. Be patient, as hard as it is. She seems larger than everybody else. The men fall silent. Qasim translates.
We step outside and pass the building where we used to have our office. It was tucked in the back, disconnected from the camp. Too easy to hide. That’s why we moved to the unit near the camp entrance, with windows all around. A fishtank in the middle of the complex.
“What happened there,” I ask, as we pass by the warehouse where the welcoming packages are stored. Every asylum seeker gets one: a few single-use toiletries, a sachet of laundry detergent, and a set of baby blue paper clothing. Disposable. For the ones who arrive with nothing but the clothes on their back. There are more of those than you’d think.
“Didn’t you feel the escalation coming?” Jacqueline says.
“Yeah, I did.”
“You feel it rise, from your armpits to your neck, right?”
“I guess so.”
“Here’s the trick,” Jacqueline says. “Be the first to explode. That way you get to set the rules.”
2
In the mid-1950s, Brazilian artist Lygia Clark theorized the organic line as the boundary that emerges when two materials, textures, colors, or spaces meet. This idea shaped much of her early geometric abstract paintings. Later, she extended it to her sculptures, which treated artworks as experiences – or bodies in interaction with viewers.
Forest and morning dew fill my rearview mirror as the cobblestone road jolts my motorcycle toward the refugee center.
I park and wave to the night guards, waiting to be relieved. You’d only see this place if you have a reason to. But what happens inside often leaks out, often in distorted, caricatured forms.
When territories meet, boundaries emerge. Sometimes, these edges become rich zones of contact. Most times, we’d rather pretend the other territory doesn’t exist.
It’s only seven, but already a group of Syrian and Eritrean young men crowd outside our office, a small building just inside the complex.
The complex used to be a prison, hastily converted when the Syrian civil war escalated. I helped with that – turning cells into bedrooms, taping signs over metal doors, setting up an infrastructure meant to make transit as humane and as smooth as possible.
“Salam aleikum,” I say, nudging through the crowd. You’d be surprised how far a few words in another language will get you. “Jamal?” I ask. Shrugs, eyes fixed on screens. I understand. The WiFi signal is strongest here. Phones and the internet are lifelines. Sometimes, messages from home make it through.
Inside, Helga is already at her desk. Rob and Jorrit are there too.
“Happy birthday,” Helga says as I unpack my lunch and notebook.
“Mine was last month.”
Jorrit steps out of the kitchen. “They didn’t prepare the coffee machine yesterday.”
“What do you care?” Helga asks. “Takes two minutes.”
“Exactly my point.”
“So… Any cake?” I ask.
“Don’t count on it!” Helga laughs as she opens the window. I can feel the cool air that comes in and I hear a bus gear down, its engine cutting through the low murmur of Arabic and Tigrinya phone calls outside. The bus turns onto the road through the gate, onto the roundabout. The first transferring residents have already gathered there, with taped-up shopping bags and cardboard boxes.
“There they are,” Helga says, handing me a printout, names of the transferring people and their destination. Lelystad, the city built on land reclaimed from the sea in the sixties.
“Imagine that,” Helga says, “flee who knows how far, only to end up below sea level. You two better get going. Make sure those five highlighted names get the breakfast bags with the red stickers. There are chocolates in them.”
At the bus, Jorrit checks names while I hand out breakfast bags. Sometimes he taps my shoulder, which means I have to give a marked bag. It’s only eight but everybody is cheerful. I used to wonder why people are so glad to transfer, when they just move from this reservoir to the next. Then I realized, sometimes, movement is all it takes.
After the buses leave, we file the transfers and prepare for the new arrivals – three buses, luckily yesterday’s shift already completed the paperwork.
Soon after, the roundabout fills with exhausted newcomers who only set foot in the country two or three days ago, some arriving with nothing more than shopping bags of clothing. Passports discarded on the orders of human traffickers. Their only documentation: a flimsy sheet of paper with a blurry photo and their names, phonetically transcribed from Arabic by foreigners’ police officers at the entrance camp, the gate to the world of asylum.
The camp scares the newcomers. Of course it does. A barbed wire fence surrounds them every day; watchtowers look down on them. Although the gate is always open, there’s a button in the office next to it that can roll it shut.
After informing them of their tuberculosis check the next day, the intake interview with Immigration, and showing their beds, lavatories, and laundry machines, I remind everybody they’re free to leave the complex whenever they want to, but faced with the architecture of control, words can do only so much.
Then everybody retreats to their dwellings and it gets very quiet.
The reception center calls. No more transfers today. That means no more paperwork. Time for honest-to-God human connection. Social work.
Walking alone is prohibited, too dangerous, they said, since we don’t yet know who these people are.
So Jorrit and I stroll around the camp together. “Strolling is the main tool of social workers,” Jorrit insists. He’s worked refugees’ asylums for nearly a decade. It’s only my second month. “A good social worker sees, hears, and feels what’s going on. Identify the problems before they are problems.”
So that’s what we do. We stroll and smoke.
But mostly we chat.
We go to building E to check if the Eritrean men tidied their rooms before transferring this morning. I call them rooms, but they are cells the size of storage cabinets. Two beds and a window overlooking the tree line behind the fence.
Jorrit pulls a pillow sleeve from under one of the rubber mattresses. He turns it inside out and then hands it to me.
Embroidered on the sleeve is a map of East Africa, Sinai, Turkey and Europe.
“What’s it for, you think?”
“To memorize the route. Immigration will sometimes ask for landmarks to verify somebody’s story.”
“I see,” I reply, noting the blue line that traces a route along villages, rivers, cities, roads. A line is a dot that went for a walk, said Paul Klee to describe how a line conducts a viewer’s eye over the surface.
Then I hand back the sleeve to Jorrit, who folds it up and puts it in his bag. “For the immigration museum.”
“What other pieces do they have?” I ask.
“A chest filled with fake passports. Interview prep lists. Maps. So many homemade maps, you wouldn’t believe it.”
We close the door behind us, walk past foosball tables in the common area and step outside again.
“Say, whose birthday is it anyway?” I ask as we follow the barbed wire fence around the perimeter of the complex to the office.
“Sometimes I forget that you’re new here,” Jorrit says. “It’s the first of July.”
“So?”
“It’s the date immigration assigns as a birthday to those who arrive without documentation.”
The office comes into view. People are still gathered before it, as they always are, morning, night. Waiting, hoping their dots might extend into live lines home, lines over which they can speak.
My shift is nearly over. The fence glitters in the sun.
Time to delegate. Time to go home.
3
After the bus of residents departs for another refugees’ asylum in Dronten, Rob invites me for coffee in his office.
He’s working on a colorful spreadsheet to fix next month’s work schedules. I take a mug from the cabinet below the window. Outside, the Dutch and European Union flags flap in the wind, their uniform shadows flicker on the roundabout.
Occasionally, the shadows touch. Then, they drift apart again.
“Decide yet?” Rob asks.
By now, all my colleagues know I have doubts. This job was meant to be temporary, a way to make some money for my MFA, but the more shifts I run, the more the work interests me.
“Not yet.”
Rob fills my mug, the fifth of the morning, I think. I’ve lost count. “Refugees will keep coming,” he says. “It’s been like that for centuries.”
I nod, sip my coffee. Makes sense for a country founded in the mouth of a river. If you want a better life, follow the river downstream to the sea.
“Have you considered making art works here?”
“Is that even allowed?” I ask.
“There are some legal issues we’d have to work out, but in principle, it’s possible. You could photograph their portraits, organize a presentation.”
“I’ll think about it,” I say.
Rob means well. He’s a good man so I try to keep my discomfort inside. I don’t think he notices.
Papers come rolling out the fax machine – an incoming transfer this afternoon.
“Jesus,” says Rob. “It won’t stop. They’ll be busy this afternoon. We better get a head start.”
I spend the rest of the morning writing names and nationalities on index cards: Syrians and Eritreans, some Palestinians. Blue for men, pink for women, green for families. When I’m done, I place the cards into the wooden file organizers mounted to the wall. Each file organizer represents a housing building on the complex.
“Three North Koreans,” I say.
“Can I see that?”
I hand Rob the three intake papers.
“God,” he says, “it’s going to take forever to find a translator.”
“I wonder where they’ll end up.”
“South Korea.” Rob hands me the intake papers back. “They automatically apply for asylum there. Don’t park Eritreans with Syrians in the same building. The alcohol will become a problem, especially with Martyrs’ Day coming up. And park families together, in building A.”
Transit. Central Reception Centre. Unaccompanied Minor. Pre-Process Reception Center. Process Reception. V-Document. Jargon is rampant in refugee centers. The better you understand it, the more comprehensible the asylum process becomes.
Parking. That’s what colleagues call the core of the job: assigning rooms to refugees before their arrival. I suppose they’re right. This place is a reservoir. We exist because Immigration is overwhelmed. In the meantime, we’re meant to maintain a peaceful, uneventful flow of people.
I slip the index cards of the three North Koreans into the file organizer that represents building F, where we house uncommon nationalities. Then I roll back on my office chair and behold the file organizer mounted on the wall. Full house.
Only the top edges of the cards stick out, so nationality and gender are all you can tell from first glance. To read a full name, you have to pull out the card. It’s a sophisticated system for safeguarding privacy.
“How many Dubliners did you count?” asks Rob.
“Nineteen.”
“Nineteen plus twelve,” he makes a note. “Alright, I’ll make a call.”
Dubliners are people whose identities were already taken by the authorities of another country in the European Union. That means that country is responsible for their asylum application. Immigration puts them on another pile, candidates for direct deportation.
After delegating the work to the afternoon team, I head to my bike. The six CCTV cameras above the gate point straight down, switched off and disconnected when we first opened – six heads bowing in defeat.
The camera is a weapon. It reproduces the world, turns it into a commodity, an object of control.
I am not interested in reproducibility. The residents should speak for themselves.
4
“Somebody didn’t tell us their whole story,” Jacqueline says when I step into the office the next morning. The sun is still behind the tree line, adding pink and turquoise to the eastern sky. Rob and Helga are already at their desks.
“Talk about collegiality!” Rob curses from the kitchen. Yesterday’s late shift didn’t set up the coffee again.
I’m glad to work with Rob, Jacqueline and Helga today. We get along well. They prioritize human connection and approach the endless administration with humor.
“What do you mean?” I ask.
“We looked you up!” Rob steps out of the kitchen, drying his hands on a towel. The sound of water dripping through the filter fills the office, the smell of coffee. “You exhibited paintings in the Royal Palace last year.”
“Oh, that.”
“Yeah, that!” says Helga. “Why didn’t you tell us?”
“I suppose I didn’t think it really mattered.”
I pause, consider my answer. Why didn’t I say anything? Why conceal such a recent, real part of my background? It means a lot, to be nominated, to show in the palace, to talk about my paintings with the king. But somehow it feels separate now, like a different life. Maybe the border between what I used to do and what I do now is rising, dividing me into two irreconcilable parts.
“So what’s he like?” Jacqueline asks.
“Who?”
“Who, he asks. The king, of course!”
“Oh. Taller than you’d think. Friendlier too, I thought.”
“What did you talk about?” Jacqueline opens a search engine on the computer.
“Broadway Boogie Woogie, mostly. How he bought it right before the Americans could.”
I used to think Mondrian was rigid, a purist obsessed with strict grids and ordered, flat planes of color. Then I saw the tiny scraps of tape he used to map out Broadway Boogie Woogie, apparently shifting them again and again in search of balance. It changed everything. What I’d read as control revealed itself as provisional, unstable, alive with hesitation. Not enforcement.
I think that’s when I fell in love with improvisation, the meanings that arise when artists let go of planning and allow form to surface on its own terms. Suddenly, Keith Jarret’s Piano Compositions, or David Antin’s Talk Poems – spoken essays built live before an audience made sense: they remained within the act of unfolding. These works stayed with me because they revealed how clarity can emerge from the unknown, through unplanned motion, risk, response.
“Well, I don’t get them,” says Helga, pulling up images of the paintings I used to make on the computer. Colorful rectangular and circular stickers on white panels, coated in an amber lacquer that give them the feel of 70s educational equipment. “What’s so special about all this?”
“You don’t have to understand them,” I offer. “It’s liberating, really, not trying to understand but to just look. The best art resists description.”
Helga shrugs and grabs the pile of transfers from the fax machine. “Anyway. I’m scheduled as team leader today. Not much to do, really,” she says, pacing the office. Helga always takes a strong lead; she’s comfortable, calm, confident. I admire her for it.
“Judging by the numbers you’d think the crisis is already over. Let’s not forget the crisis doesn’t live in numbers, it lives inside people,” she continues. “The restock of disposable clothes should arrive before ten today. Tell the janitors right away when they do. I want them off my back. Can Jorrit and you take care of breakfast?”
An hour before breakfast. Meals are free, and asylum seekers aren’t allowed to work. Most are broke so you can be sure most show up. It’s our best chance to check in with the population, stamp the meal cards, distribute mail and V-Documents that replace the paper sheet people get from the foreigners’ police when they arrive in the country.
“Rob, you’re liaising with Immigration,” Helga continues. “Jacqueline and I will process the incoming transfers, and by then, the afternoon shift should be here.”
5
Rob and I pass the queue outside the canteen, some residents still in pajamas and slippers, scratching at mosquito-bitten arms and legs.
A short staircase takes us down into the canteen.
“Quite the batch,” I say to Rob as I arrange the thirty or so green plastic V-documents on the table near the entrance.
Rob scans the names. “I don’t get how Immigration decides all of this.”
“Neither do I,” I say. Some of the cards are for people who’ve been waiting for months. Others for people who arrived only three days ago.
“Wait. What’s that?” he says.
I hand him the envelope with a handwritten address, hesitant and uneven. You can tell the writer isn’t used to the alphabet. For Jamal.
“He’ll be here soon,” I say. Jamal’s been coming to meals again since the doctor convinced him to quit the hunger strike. He still won’t speak to us though.
“We better not give this to him here. Handwritten letters are usually bad news.”
Nine o’clock. I go upstairs, open the door for the waiting crowd, then return to sit with Rob. He distributes the mail and V-documents while I stamp meal cards. We stamp to prevent people from taking seconds. As if it matters. We always let people come back for more. It’s not really about fairness, but about control, a reminder that they’re being watched.
All anyone does here is wait – for signs that their process is moving, for messages from home, for any kind of news.
For most, the V-document is the first physical sign that the wheels are turning. Some cheer when they get one. Others hug each other. But in truth, it changes little. Not yet.
Jamal shows up. He avoids eye contact when I stamp his card.
Once everyone’s eating breakfast – thin slices of bread, single-serve packs of butter, marmalade, chocolate paste, coffee and tea – Rob says, “You know, I like those paintings of yours. They’re cheerful.”
“Thanks,” I say. “I kind of regret selling them now, but back then I really needed the money.”
Talking about my work makes me uneasy. I’m never sure it counts. I never committed to one medium, one subject, one throughline people could follow. Each piece began from nothing again. Not out of freedom, I think now, but out of fear of repeating myself, of making something too close to what came before. Which is strange, since I’ve always loved repetition, especially when it’s the point. Repetition is a form of care, of paying tribute. A way of staying close, of drawing in. Still, I couldn’t help but wonder if I’ve only learned how to stage the look of art, rather than making the actual thing.
“I understand,” says Rob. “Still, it’s an honor, to sell your work.”
“I suppose it is.”
I think of Mondrian, how his compositions ended up on mugs, t-shirts, phone cases. How they’re used to mock abstraction. As if simplicity can’t carry weight. Then Jamal walks over. “No mail for me?” he asks.
I glance at Rob.
He stands up, asks if Jamal’s finished breakfast.
“Just answer my question, man.”
“There is a letter.” Rob pulls it from his pocket and hands it over. Jamal snatches it from his hands.
“Why didn’t you just give it to me?” He turns and walks away. At his table, where he opens the envelope. We keep a close eye. The older Iranian man, always joyful at breakfast, comes to stand behind him. Jamal grows pale. Then he retches and starts to sob. The older man steps in, takes him by his shoulders and leads him out of the canteen.
6
I worry that the apple pie strapped to the back of my bike will be crushed by the time I arrive. It’s my last day of work. Nearly fall.
The forests around the asylum are casting their leaves, revealing long corridors as I ride past. University starts in two weeks. A new life is about to begin.
Near the end of my final shift, I open the cake in the canteen. It’s still intact.
Colleagues shake my hand, thank me for my work.
I smile, thank them back, but with mixed feelings. I felt a political purpose here I hadn’t felt in art. For the first time, I was working directly with people, immersed in a world I hadn’t seen before. My artistic practice had always been studio based. I made artworks in isolation and then releasing them into the world from that bubble. But I never felt drawn to community art or relational aesthetics. These movements struck me as cynical, suggesting that real engagement required direct social involvement, as if looking, taking in, and observing weren’t already ways of being involved, active forms of shaping and response.
But it’s time to go. In the end, the work follows set patterns, and patterns tend to drag.
Helga hands me an envelope. The others gather around, expectant. I tear it open with the cake knife and unfold the paper inside: one of the provisional IDs printed for the refugees, their only form of identification in those first, delicate weeks.
I look at paper, then up again.
“What a surprise,” I say.
Laughter erupts. “Didn’t expect that, did you?” Rob grins.
“Look, your meal voucher is completely empty!” Jorrit says. “Now if you get hungry trying to live of that study grant, you can come here for a meal!”
I glance at my own passport photo in the top right corner. Blurry, faded, but unmistakably me. White, Western, blond, yet surrounded by the same data as the residents. No Immigration appointments. Dublin claim: no.
A document people cling to as the only confirmation of their bureaucratic existence. Of course, my colleagues meant nothing with it. It’s just a silly joke. Nothing more. But for a moment, the boundary between two worlds flickered.
I smile and say I hope to see everybody again, assure my colleagues that they can always call me. Another round of handshakes and hugs and then I’m gone.
Segundo premio Ensayo Corto en Inglés - Profesores y Empleados
Haruki Murakami's Success in the West Analyzing Norwegian Wood
Autor: Iván Cuadra
Adjunct Professor, School of Humanities
Haruki Murakami's Success in the West: Analyzing Norwegian Wood
Introduction
Despite achieving enormous popularity in their native country, Japanese writers tend to struggle to expand their international readership — yet Haruki Murakami has secured a vast Western audience. Murakami’s former literary agency in Europe displays his international popularity by mentioning that his work has been translated into over fifty languages (Curtis Brown), allowing a global audience to come across his work. Moreover, scholars such as Hantke consider that Murakami’s remarkable success “is even more of an accomplishment given that Japanese writers with more sterling credentials, such as Nobel Prize winner Kenzaburo Oe, have not yet secured a readership outside of their native country as large as Murakami’s” (4). Similarly, it is unconventional, as Strecher points out, that there is more secondary writing about Murakami from non-japanese than from Japanese critics, claiming that Murakami has garnered “more attention from non-Japanese critics than any other Japanese novelist of his era” (At the critical stage, 864). Arguably, Murakami’s Western success echoes Edward Said’s concept of Orientalism, namely, the way “of coming to terms with the Orient that is based on the Orient’s special place in European Western experience” (1), or in other words, the Western idea that Eastern societies are exotic and alluring. However, as previously mentioned, on the whole, Japanese authors do not earn a vast readership in Western countries, a phenomenon deserving of nuanced examination.
In his essay, Chozick points out that Murakami’s fiction is “almost universally ‘foreign,’ while at the same time universally accessible” (64). According to him, the combination of accessibility and exoticism in Murakami’s work contributes to his international success. In parallel, in his book, Murakami Haruki: The Simulacrum in Contemporary Japanese Culture, Seats suggests that “the key to understanding Murakami’s significance as in some way paradigmatic of contemporary Japanese culture lies in its utilization of unique forms of simulacra” (86). In the postmodernist Simulations, Jean Baudrillard describes simulacra as phenomena that do not correspond to reality but are thought to be real. Moreover, he also mentions that the sum of individual simulacra contributes to the creation of hyperreality — a “[s]imulation [that] is no longer a referential being or a substance. It is the generation by models of a real without origin or reality” (1). Combining these two approaches, this essay will propose that Murakami’s success in the West can be attributed to the hyperreal combination of abundant Western elements and a perceived exoticism by examining these aspects in Norwegian Wood, the novel that propelled Murakami into superstardom.
Notes on translation
Studying Noruwei No Mori’s translation is crucial to support this paper’s thesis, as it adds layers of simulacra to his work, highlighting its hyperreal condition. This essay will use the English translation as a primary source — as it is the most appropriate. In addition to being the most accessible version in the Western market, Zielinska-Elliott mentions that until 2009, “editors, for their part, tended to look at the English version as the ‘original’ and expected that the new translation would follow it to the letter” (94). Nonetheless, after considering the idea of looking at the English version of the text as the “original”, one might inquire, as Momokawa has done: “can the translated work still be considered the same as its original?” (15). Slocombe highlights that translations “are not the original texts, and should not be confused as such” (3), and yet, we have seen that, according to Zielinska-Elliott, even editors have considered the English translation of Murakami’s texts as the original, so it is fair to say that Western readers might believe the same.
Although some might see it as the original text, the English translation of Noruwei No Mori tends “to ‘domesticate’ foreign elements […]: culturally specific elements are often substituted with either generic or American equivalents” (Suter 36) — matching the Western expectation to a greater degree. As Slocombe indicates, “Japanese literature is difficult for a Western reader because of the constructed dichotomy between West and East” (5). However, in Norwegian Wood, domesticating the other elements has the consequent effect of making the novel more accessible in the West. Even Jay Rubin, the English translator of Norwegian Wood, mentions that the “Japanese language is so different from English - even when used by a writer as Americanized as Murakami - that true literal translation is impossible, and the translator’s subjective processing is inevitably going to play a large part” (286). For this reason, he even suggests that when “you read Haruki Murakami, you’re reading me, at least ninety-five per cent of the time” (Kelts). Rubin further elaborates on this, explaining in the following way the liberties he takes while translating from Japanese:
One is freer in translating from Japanese than from Western languages because there are no cognates or other familiar guideposts to which one feels constrained to adhere. It’s more like creating the text from scratch rather than transferring phrases and sentences from one language into another (Sehgal)
Similarly, others such as Matthew Guay reaffirm that Rubin “frequently abandons any attempt at exactly replicating what Murakami wrote” (On Translating Murakami Haruki 96), and for that reason, the English translation is more like a native English text than a “faithful documentary translation of the Japanese text” (105). In this way, Noruwei No Mori’s English translation is revealed to be a foreign-friendly version of the work instead of a faithful original copy. Nonetheless, many mistake the English version for the original work. The differences between the English translation and the Japanese source text can be interpreted as new layers of simulacra added to the novel’s hyperreal condition. Thus, Norwegian Wood creates a simulation of the original novel that accommodates Western standards by diluting its otherness and, consequently, reaching a greater audience in the West.
Westernization in the source text
Despite that, Norwegian Wood’s foreign qualities do not only come from translation; even Noruwei no Mori, the original Japanese text, includes certain Westernizing elements. Strecher even suggests that Murakami’s ‘“un-Japanese’ quality is undoubtedly one major reason Murakami’s works read well in other languages” (At the critical stage, 858). As many point out, one of the ways Murakami Westernizes his works is through the use of katakana (Murakami Haruki’s Translation Style, Guay; Juen 64; Suter 68). Using katakana is believed to be Westernizing because the purpose of this Japanese syllabary is to transcribe words from foreign languages and to write loan words. Although the use of katakana in Japanese is commonplace, Suter finds the number of katakana words that appear in Murakami’s texts “striking” (69), identifying two categories in which they are most frequently used: to represent food and euphemisms, especially related to sex.
Noruwei no Mori is no exception to this. Readers can find in the text words such as makaroni (macaroni), kafeore (cafe au lait) or sekkusu (sex) and penisu (penis). Suter believes that representing food using katakana “adds to the exotic appeal of the text, connoting the characters as international, modern, and stylish” (69). On the other hand, Miller identifies the use of katana to talk about sex as a common practice in Japan as a way of “camouflaging” or “embellishing” subjects considered to be taboo (132). Additionally, it is important to mention that Noruwei no Mori uses katakana for loanwords even when Japanese equivalents are available (Suter 65). Some examples are the use of the katakana word kitchin (kitchen) instead of daidokoro or pīsu (peace) instead of heiwa. On a similar note, Takagi also identifies that Watanabe’s name is not written in Kanji (Chinese characters), as it is natural, but in katakana, suggesting that the novel adopts katakana as a way of representing Watanabe’s “Americanized self” (From Postmodern 98).
In addition to the startlingly frequent use of katakana, readers can observe further layers of Westernization embedded in the original work. Scholars mention that Murakami translates verbatim expressions taken from English, such as “Boku ni wa wakaranakatta: ‘It wasn’t clear to me’” (Beyond “pure” literature, Strecher 356) or “yareyare” [Just great!]” (Matsuoka 434), examples found in Noruwei no Mori. Similarly, another device that evokes foreign qualities is that there are some instances in which the Latin alphabet is used. In this context, Runner indicates that the use of the Latin alphabet in Noruwei No Mori “in large part conform[s] to conventional practice. The script appears, for example, in fairly utilitarian acronyms and abbreviations: ‘BMW’, ‘FM’, ‘NHK’” (14). Nonetheless, Runner calls attention to the fact that while written next to any of the characters used in Japanese (kanji, hiragana, or katakana), the Latin alphabet “stands out” (3).
Nevertheless, non-conventional uses can also be found in the text. While reading its first pages, readers can observe the usage of the Latin alphabet when Toru talks to the German stewardess on his arrival at Hamburg airport or when Toru is drinking with Midori in a bar, and she unexpectedly says, “People are strange when you are a stranger” (Noruwei no mori, Murakami 246), a reference to a song by The Doors. According to Hyde, English in Japan is used similarly “to the way French or German is sometimes used in English advertising. Both English and Japanese informants have suggested that English conveys a fashionable, desirable image, whether it is understood or not” (13). In these instances, the non-conventional use of the Latin alphabet has the effect that Hyde suggests of conveying a chic foreignness, adding another layer of Westernization.
Analyzing Norwegian Wood
Following this discussion on the Westernizing elements in Noruwei no Mori, this paper will continue analyzing the English translation of the text. To a certain extent, it is natural to have Western elements in a depiction of Japan. However, in Norwegian Wood, the West is the standard, contributing to Japan’s hyperreal representation. Due to the significant use of Western simulacra, Takagi even proposes that instead of the Westernization of Japan, the early works of Murakami present the “Japanization of the West” (Rethinking Japan’s Modernity, 57). Although this might arguably be the case, what is clear is that Norwegian Wood’s world is hyperreal.
As Iwamoto suggests, “Japanese commentaries on Murakami never fail to point out his love affair with Western, especially American, literature and culture” (296). In this way, it is not surprising to find in the novel passages as the next one: “I bought a copy of Faulkner’s Light in August and went to the noisiest jazz café I could think of, reading my new book while listening to Ornette Coleman and Bud Powell” (262). References to jazz are recurrent and include artists such as Thelonious Monk, Miles Davis, John Coltrane, and Tony Bennett. Due to the abundant references to Western culture similar to these, in Norwegian Wood, the West is established as Japan’s cultural standard. Moreover, what is most remarkable is that Japan’s soundtrack and literature are surprisingly Western, including vast Anglo-American and Western pop culture references (Rubin 17). Among many other songs, in Norwegian Wood, the radio plays “White Room”, “Scarborough Fair” and “Spinning Wheel” (183). The music of Marvin Gaye and the Bee Gees (106) blasts in Shinjuku’s streets, and teenage girls ask for Rolling Stones songs in record stores (218). One example that illustrates particularly well how Western music is conceived in the novel is the following scene where Midori plays some tunes at her laundry deck for Toru: “She went through all the old standards - ‘Lemon Tree’ ‘Puff (The Magic Dragon)’, ‘Five Hundred Miles’, ‘Where Have All the Flowers Gone?’, ‘Michael, Row the Boat Ashore’” (Norwegian Wood, Murakami 97). This passage shows that these remarkable Western songs are considered “standards”, thus establishing Western music as Japan’s cultural norm.
Another significant detail is that even the book’s title derives from the Beatles’ song “Norwegian Wood (This Bird Has Flown)” — Naoko’s favorite song. The Beatles and, more specifically, this song are essential to the narrative’s development since Watanabe’s story untangles after hearing an orchestral cover of this song in Hamburg Airport. Nonetheless, throughout the novel, the Beatles will have an essential role, as suggested by the considerable number of times they are mentioned. In contrast to the copious references to Western music, although there are a few, Japanese music in Norwegian Wood has a noteworthy absence.
Similar to music, Western literature has a staggering presence in Norwegian Wood. As Amitrano observes, Toru has “a few favorite writers, all of them American, whom he reads over and over again: Fitzgerald, Truman Capote, and Raymond Chandler. He is particularly fond of The Great Gatsby” (203-204). In fact, The Great Gatsby has a meaningful presence in Norwegian Wood since it is through their reciprocal passion for the novel that Watanabe and Nagasawa become friends: “Well, any friend of Gatsby is a friend of mine” (Murakami 38). Other references to Western literature are present in the novel as well. Before The Great Gatsby, Toru’s favorite book was John Updike’s The Centaur; there is a passage with a discussion of Tennessee Wiliams’ work in a university lecture, or the fact that Toru decides to bring with him Thomas Mann’s The Magic Mountain to his visit to Naoko at Ami Hostel. Like Toru, Nagasawa also has a refined Western taste for literature, indicating that he likes authors such as Balzac, Dante, Joseph Conrad, and Dickens (Murakami 38).
Although most allusions come from Anglo-American culture, Amitrano notes that references “to other cultures are present as well, but they are less frequent: we occasionally find mentions of French and Italian cinema (Truffaut, Godard, Pasolini) and Latin American” (201). In Norwegian Wood, readers can notice that the members of a late-night political meeting love seeing Pasolini movies, Watanabe’s coworker, Itoh, likes “French novels, especially those of Georges Bataille and Boris Vian” (Murakami 337), that Reiko plays bossa novas such as “Desafinado” and “The Girl from Ipanema” or that one of the rooms at Midori’s place is described as “a small room with light coming in the window, reminiscent of old Polish films” (Murakami 86). As previously mentioned, Norwegian Wood is filled with Western pop culture references. However, it also contains more mainstream elements, collectively establishing Western culture as the standard in the novel.
Similarly, the novel’s Westernization through the character’s obsession with the Western world enhances hyperreality. Such fixation goes as far as trying to imitate the West. One example of this can be observed in the following passage: “‘Don’t tell me that you’re trying to imitate that boy in Catcher in the Rye?’. ‘No way!’ I said with a smile” (Murakami 131). In this instance, it becomes apparent that Watanabe is trying to imitate a Western character due to his ironic response. Similarly, Midori mentions that Watanabe talks “‘like Humphrey Bogart. Cool. Though.’” (Murakami 67). Here, one can observe how Watanabe embodies the West by imitating Humphrey Bogart’s Western expression and Midori’s approval of such an imitation. However, what is most surprising is that all the characters in the novel show an extreme interest in Western culture, which partly explains the copious amount of Western elements in it. As Loughman observes, Murakami’s characters are enmeshed “in the forms of Western, and particularly American, culture that they accept those forms as integral to contemporary Japanese life” (87).
Under this Western obsession, the characters engage in constant discourse characteristic of the West, and by doing so, they introduce new simulacra. Another clear example is the study of Western foreign languages. Toru studies German, Midori does too, plus she studied French at her previous school; in Naoko’s room, readers can notice that there is a French dictionary and a verb chart, and the college that she attends is “famous for its teaching of English” (32). Most surprisingly, however, is Nagasawa’s mania: “‘I’m going to have Spanish mastered by next spring. I’ve got English and German and French down pat, and I’m almost there with Italian’” (267). Through these examples, it can be noted that Norwegian Wood’s hyperreality is amplified by the character’s fixation with the West.
On top of that, the characters in the novel consider the West as the dominant term of the East-West binary opposition, matching the traditional Western discourse. The characters in Norwegian Wood essentialize the Occident by producing a distorted image that primarily focuses on the favorable aspects of Western culture. In this way, the characters can talk “in hushed tones about the greatness of Mozart” (Murakami 339) and depict Japanese culture as second-class. Watanabe voices his view on Japanese culture by mentioning that people in his lectures and dorm “liked Kazumi Takahashi, Kenzaburo Oe, Yukio Mishima […] which was another reason [he] didn’t have much to say to anybody but kept to [himself] and [his] books” (Murakami 37). Here, Watanabe articulates that for him, the West is greater to such an extent that he would not even interact with peers and dorm mates who are not Western aficionados. In fact, throughout the novel, readers can observe that all of Watanabe’s friends are captivated by Western culture, indicating that he socializes with people like him. As a result, Watanabe and, arguably, every character in the novel, reinforce the traditional Western discourse, insinuating that the West is the dominant term. In a manner akin to their obsession with the West, this attitude further Westernizes the novel, contributing to a hyperreal construction of Japan.
In contrast to the stunning number of Western elements, Loughman points out that “Murakami’s works are almost completely emptied of Japanese sign” (88). Nonetheless, the occasional oriental elements in the novel serve as anchors to remind the reader that the story is set in Japan, a crucial aspect since it is in this way that the Other exoticism is conveyed throughout the novel. Although infrequent, some of these Japanese elements are national symbolism, such as the imagery of geisha, tea ceremonies, the rising sun flag, and zelkova trees.
Additionally, Chozick believes that “Murakami’s success has been contingent upon a perceived exoticism” (65). While reading Norwegian Wood’s Vintage Books 2010 edition, the primary source for this essay, one can notice that each new chapter is announced with the kanji for the word chapter (第章). However, it is peculiar that instead of using kanji to indicate the number of the chapter as in 第一章, the book indicates it with Arabic numerals (第1章), the standard system for denoting numbers in the West. Here, the use of kanji to represent the word “chapter” is redundant because if we were to get rid of it, Western readers would still be able to imply that the Arabic numerals represent the number of the chapter. Nonetheless, this kanji adds a layer of perceived exoticism to the novel. In this way, each of these elements, kanji and the Arabic numerals has its effect: while kanji represents exoticism, the Arabic numerals evoke the conceptual signified concept of chapter, which is essential considering that most Western readers will not be able to read kanji.
Regardless, what truly holds the Japanese setting in Norwegian Wood are the distinct Japanese names of the locations and the characters. Along this line of reasoning, Loughman mentions the following about Murakami’s setting:
The outer world or container of his fiction, the geographic boundary of Japan and Tokyo in particular, is indisputably Japanese. People drive to Shinjuku, Aoyama, and Roppongi; they travel the Tokyo subways and take the Yamanote Loop. The environment is stable, fixed. Within that geographic frame, however, is the far less stable world of social interaction in which traditional Japanese culture has all but disappeared and there are no fixed markers anywhere (87).
One example of this “indisputably Japanese” setting can be observed in the following passage in Norwegian Wood:
This was no mere stroll for Naoko, though, judging from that walk. She turned right at Iidabashi, came out at the moat, crossed the intersection at Jinbocho, climbed the hill at Ochanomizu and came out at Hongo. From there she followed the tram tracks to Komagome. It was a challenging route. By the time we reached Komagome, the sun was sinking and the day had become a soft spring evening (23).
Following Loughman’s rationale, here, if one were to take out “Iidabashi”, “Jinbocho”, “Ochanomizu”, “Hongo” and “Komagome”, plus Naoko’s name, which is arguably another fixed marker that represents Japan, this passage will completely lose its otherness.
An additional aspect to take into account is that, as Flynn mentions, due to the “eclectic” use of Eastern and Western elements, Murakami’s settings have turned into “a multinational location for the postmodern experience” (87). While reading Norwegian Wood, this “multinational location” ambiance is conveyed throughout the novel. For example, in the novel, the streets of Tokyo are described as follows: “The lights of Shinjuku glowed to the right, Ikebukuro to the left. Car headlights flowed in brilliant streams from one pool of light to the other. A dull roar of jumbled sounds hung over the city like a cloud” (Murakami 58). Again, without the words “Shinjuku” and “Ikebukuro”, the depiction of the streets of Tokyo would simply become a description of a typical city, without a trace of otherness. This demonstrates that otherness is conveyed through “models of a real without origin or reality” (Simulations, Baudrillard 1), that is to say, through hyperreality. In Norwegian Wood’s hyperreal Japan, otherness does not originate in Japan; otherness comes forth vastly due to the use of distinct Japanese locations and the characters’ names. Moreover, these elements evoke the concept of Japan but do not represent reality. This idea is crucial as it highlights that otherness would cease to exist without locations and character names. In this way, it is unsurprising that “it is uncomfortable for Japanese critics to conceive of Murakami’s novels as ‘Japanese’” (Slocombe 7) as they can arguably see through the simulacra presented in his work.
Thus far, it has been established that in Norwegian Wood, accessibility is achieved via the introduction of Western elements in the form of simulacra, which is an essential factor for Murakami’s celebrity. Furthermore, one can argue that simulacrum results from the author’s auto-representation in his work. In the translator's note of Norwegian Wood, Murakami mentions the following: “I set Norwegian Wood in the late 1960s. I borrowed the details of the protagonist’s university environment and daily life from those of my own student days” (388). Although this shows some autobiographical elements in the novel, the most relevant auto-representation element is Murakami’s fixation with Western culture, which is analogous to Norwegian Wood’s characters, especially Watanabe. In an interview, Murakami declared his relationship with Western culture: “I had been so immersed in Western culture ever since I was about ten or twelve - not just jazz but also Elvis and Vonnegut. I think that my interest in these things was partly due to wanting to rebel against my father (he was a teacher of Japanese literature) and against other Japanese orthodoxies” (Gregory et al. 113). Here, the way Murakami rejects Japanese orthodoxies echoes Watanabe’s view of his native culture.
However, autobiographical elements are not just present in Norwegian Wood. For instance, What I Talk About When I Talk About Running is a memoir of Murakami’s passion for long-distance running; in South of the Border, West of the Sun, the protagonist runs a jazz bar, as Murakami did with his wife, and most importantly, Murakami’s enthusiasm for Western culture is vastly present in his work — “[f]or a long time I made many references to Western culture in my books because that’s the culture that surrounded me and I liked” (Gregory et al. 116). This suggests that Western elements in Norwegian Wood stem from the author's interest, which drives the use of simulacra and the creation of a hyperreal world.
Conclusions
This paper has proposed that Murakami’s Western appeal derives from a culturally hybrid hyperreality, which is achieved by the reinforcement of the West and through a perceived exoticism. This hybrid position conveys the best of both worlds: while Western references make Murakami’s work accessible, its perceived otherness makes it exotic. First, it has been established that Noruwei No Mori’s English translation, Norwegian Wood, lessens its otherness by conforming to Western standards. Despite this, the original text, Noruwei no Mori, contains some Westernizing elements, such as the frequent use of katakana words, English idioms translated into Japanese, or the use of the Latin alphabet, showing that not all Western attributes come as a result of its translation. Based on the analysis presented, it has been observed that Norwegian Wood makes abundant references to Western pop culture, most notably to American literature and American and British music.
Nonetheless, the novel also incorporates more mainstream Western references such as Italian movies, French novels, or Bossa Novas, elements that reinforce the depiction of Western culture as the norm within the novel. Along similar lines, the characters show an obsession with the Western world that goes as far as to essentialize the Occident by creating a skewed representation that highlights the positive aspects of Western culture. The characters immerse themselves in constant Western discourse through their fixation, producing new simulacra and accentuating hyperreality. In contrast to the vast presence of Westernizing elements, in Norwegian Wood, readers can rarely witness Japan, and when they do, it is through the unmistakable Japanese names of the locations and of the characters that serve as an anchor for the Japanese setting. Lastly, it has been proposed that the simulacra present in Norwegian Wood might be attributed to the author’s auto-representation in his work. Through the analysis presented in this paper, Norwegian Wood is revealed to be a non-prototypical Japanese novel that adheres to Western tendencies, making this novel accessible and alluring to Western audiences.
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