¿A qué velocidad llega el futuro?

Las evidencias sobre el futuro se acumulan: para responder a la emergencia climática, debemos poner fin al uso de tecnologías y sistemas de producción obsoletos, dar paso a otras más eficientes y limpias, y rediseñar la economía. El problema es tecnológico. Las tecnologías que nos hicieron más sanos, ricos y longevos deben ser sustituidas necesariamente por otras, ya disponibles y centradas en la sostenibilidad. Sin embargo, ¿cómo cambiar un sistema considerado exitoso? ¿Cómo acelerar una transición necesaria que claramente va demasiado lenta?

A que velocidad llega el futuro

En un mundo en el que ya solo los ignorantes, los creyentes en teorías de la conspiración y los simplemente idiotas niegan una emergencia climática que ha sido ya declarada por cientos de gobiernos en todo el mundo, debemos plantearnos qué es lo que estamos haciendo mal.

Si una de cada diez personas en el mundo vive ya en un territorio afectado por la emergencia climática, si vemos a Australia arder como no ha ardido jamás por culpa del negacionismo de sus políticos y si comprobamos fehacientemente que eliminar el carbón en el mix energético de los países salva vidas, ¿cómo se explica que ninguna acción de ningún político sugiera que estamos ante una emergencia, que no haya una decidida presión política internacional sobre el gobierno australiano como la hubo sobre Brasil cuando se quemó la Amazonia o que no hayamos prohibido ya el uso de carbón a nivel mundial? ¿Qué impide que la humanidad reaccione ante la que es, sin ninguna duda, la mayor amenaza que ha experimentado en toda su historia, ante una crisis prácticamente existencial?

Las tecnologías que nos hicieron más sanos, ricos y longevos deben ser sustituidas necesariamente por otras, ya disponibles y centradas en la sostenibilidad.

Un sistema económico obsoleto

La respuesta es tan clara como deprimente: el responsable directo de que no hagamos prácticamente nada y de que la necesaria transición hacia sistemas limpios y renovables vaya tan pasmosamente lenta es, ni más ni menos, que nuestro sistema económico: un capitalismo neoliberal que, a fuerza de retorcer y malinterpretar a profetas como Adam Smith o Milton Friedman, se inmoló y dio lugar a un esquema completamente insostenible, caracterizado por una desigualdad creciente y por una ausencia total de corresponsabilidad.

Por supuesto, visto con perspectiva histórica, el capitalismo es un sistema que ha funcionado razonablemente bien. Ha sido capaz de generar un fuerte crecimiento económico, una elevación significativa de los niveles de bienestar, un incremento de la longevidad y de nuestras condiciones de vida y otra serie de aspectos positivos que resultan evidentes cuando comparamos la sociedad actual con la de hace cien o doscientos años. Además, lo ha hecho decididamente mejor que sus alternativas.

Sin embargo, en este éxito, sin duda, reside también el principal problema: no hay nada más difícil que cambiar un sistema que funciona bien. Y, en su encarnación actual, nuestro sistema económico no solo es obsoleto, sino que también nos aboca a una crisis capaz de amenazar la mismísima existencia y viabilidad de la civilización humana sobre nuestro planeta.

¿Qué convierte a nuestro sistema económico en obsoleto? El desarrollo de tecnologías como Internet, capaces de rebajar los costes de transacción y coordinación hasta límites nunca vistos, ha llevado a que el ecosistema más innovador de la historia haya sido un sospechoso poco habitual: las comunidades de desarrollo de código abierto. Grupos laxamente coordinados de desarrolladores están detrás de la mayoría del software que utilizamos, ya hablemos de un motor de búsqueda, del smartphone que llevamos en el bolsillo, de una red social o de los programas que han posibilitado los mayores avances en investigación de la historia de la humanidad. Sin duda, el código abierto ha probado ser el mejor sistema de desarrollo de la historia, muy superior a los sistemas basados en el secreto y la competencia.

Sin embargo, la economía mundial sigue funcionando en forma de sistemas cerrados a los que llamamos países, con total o casi total soberanía para plantear sus estrategias, que tratan vanamente de competir entre sí, de correr más que sus vecinos. Correr… ¿hacia dónde? Si todo sigue así, como los lemmings: hacia un maldito precipicio. Realmente, la prueba de que el sistema no funciona es el hecho de que la práctica totalidad de las compañías con actividad multinacional, no solo las tecnológicas, han aprendido a hackearlo, lo que les permite terminar pagando tasas impositivas efectivas menores del 3 % o el 5 %.

Nada cambiará realmente si no cambiamos nuestro sistema económico.

Necesidad de cambio a todos los niveles

Podemos hablar de inequidad fiscal, de irresponsabilidad medioambiental o incluso de barbaridades humanitarias, cuando el verdadero problema es un sistema económico que santifica la soberanía de los países, que propone además métricas tan banales, superficiales y absurdas como el producto interior bruto (que, como bien decía Robert Kennedy, “mide todo menos lo que vale la pena medir”) o la creación de puestos de trabajo (¿qué haremos cuando una creciente cantidad de trabajos simplemente no sean necesarios?), en la que, además, no existe ningún tipo de organismo central en disposición de ejercer una autoridad real. Si analizamos las últimas conferencias mundiales sobre el clima, sus conclusiones son a cuál más decepcionante y la ausencia de medidas reales y efectivas prueba claramente el hecho de que la mayoría de los asistentes acuden a regañadientes y que mienten más que hablan, cuando no dicen tonterías, y que quien las organiza, además, no tiene dientes para hacer cumplir ningún tipo de disciplina.

Cuando hablamos de la necesidad de cambiar para evitar una emergencia climática que anticipa la totalidad de los científicos que investigan específicamente en ese tema, obviamos lo fundamental: nada cambiará realmente si no cambiamos nuestro sistema económico. Y cambiar nuestro sistema económico va a requerir cambios de tal nivel que muchos directamente los ven como imposibles.

Sin embargo, no, no son imposibles. Primero, porque debemos tener en cuenta el impacto de una generación de ciudadanos mejor informados, menos descreídos con respecto a la ciencia y más concienciados para votar con sus patrones de consumo, con sus acciones y con su compromiso. Necesitamos muchas más Gretas, muchos más líderes decididos a lo que sea para provocar el cambio. Y, segundo, porque quien edita esta revista es una institución educativa y la educación tiene un importantísimo efecto multiplicador. Dejemos de transmitir conocimientos anticuados y participemos en el desarrollo y en la aceleración de un cambio en el que nos jugamos mucho. Todos.

 

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